jueves, 31 de enero de 2013

Desperdicios con vicios y caderas




"El señor Custodio [...] no sabía leer ni escribir, y, sin embargo, hacía notas y cuentas; con cruces y garabatos de su invención, llegaba a sustituir la escritura".
Grabado anónimo.
Paris, J. Rouff et Cie, 1884, vol. II

La Busca. Pío Baroja (9) 

 El señor Custodio era analfabeto, como aproximadamente la mitad de los españoles de la época, pero en modo alguno tonto. De hecho, era más listo que el hambre. Calculaba el valor de las cosas por la cantidad de abono para la huerta que se podía sacar de los desechos. Si de él dependiera, recuperaría toda la basura de la ciudad, abonaría los páramos de los alrededores de Madrid y con el agua del Manzanares, que para él era más caudaloso que el Amazonas, aflorarían vergeles de las tierras yermas. Las hambrunas pasarían a mejor vida en los barrios de las afueras de la capital. El trapero le encargaba a Manuel  que leyera en voz alta los folletines por entregas. La lectura le daba pie a rumiar el significado y luego hacer comentarios desde el sentido común de un trapero con orgullo de caballero medieval. 



Mal de amores. Julio Romero de Torres. 1905


La Justa, hija del señor Custodio, anda por los dieciocho años de edad y le gusta a Manuel. Sus rasgos se ajustan al pie de la letra al común de la mujer española de la época y con ligeras variaciones al de todas las épocas: “Era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la nariz respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era algo fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca, con el moño muy empingorotado”. Ella le dedica miradas furtivas que le hacen “latir apresuradamente el corazón”.  

 El señor Custodio tiene un vecino cargado de hombros, con cara de conejo y también trapero de profesión. La Justa le toca la jiba por no desperdiciar la posibilidad de un golpe de suerte. Manuel le respeta por su inteligencia, capaz de tangar a fuerza de cambalaches a sus colegas vendedores del Rastro, expertos a su vez en el arte del engaño. Justa coquetea con Manuel, lo cual constituye “un doloroso despertar de la pubertad” porque ella le hace caso como amigo, no como pretendiente, simulacro de amor por parte de ella que provoca en el joven vértigos de lujuria. 

 Un domingo Manuel oye cómo la Justa le cuenta a sus padres que el Carnicerín le ha pedido relaciones. La ira y la desesperación invaden su corazón de adolescente. A partir de ese momento sólo piensa en huir para escapar del odio encendido que le provoca la visión de cerca de su competidor por el amor de la Justa. Sin embargo, el ejemplo y las ideas aprendidas del señor Custodio le retienen, le disuaden de volver a las andadas con el Bizco. 

Y he aquí que llegó. Lo que parecía que nunca iba a llegar, los párrafos más conocidos y manoseados de La Busca, la contra crónica de una corrida de toros. Anda que no le han sacado partido –unos y otros-, en los más de cien años que lleva escrita, al caballo corneado por el toro, que enloquecido de dolor se pisa las entrañas. No tuvo suerte Manuel en Las Ventas ese día de verano. Ni lo tuvo el señor Custodio, algo cenizo, en la elección de la corrida. ¿A quién se le ocurre pasear con chaqueta de pana por Madrid en el  sofocón del verano? No hay quien se libre de una tarde de tedio y aburrimiento en una plaza de toros. Menos mal que no le cayó encima la tapadera de Las Ventas. 



Joaquín Vidal solo, rodeado de silencio  en el tendido. San Isidro 1989


 Joaquín Vidal fue durante muchos años el cronista taurino de El País. Así describía una tarde bastante distinta de San Isidro: “En las tandas siguientes, sin embargo, José Tomás se cruzó con el toro, cargó la suerte, ligó los pases y, tal como lo hacía, iba provocando una conmoción que acabó en delirio. La fiesta emergía de sus cenizas y, al manifestarse en plenitud, se obraba de nuevo en ella la magia de salirse del tiempo y de entrar en otra galaxia. Renacían sensaciones que parecían perdidas: cuando las suertes se ejecutan con hondura y se interpretan con sentimiento, el arte de torear adquiere caracteres de grandeza. Tres tandas ligadas y abrochadas a los pases de pecho desgranó José Tomás, como quien borda. Cambió la espada y volvió a ceñir naturales, ahora desde la verticalidad, la quietud, la majeza y el temple. Y cobró un estoconazo a ley volcándose sobre el morrillo”. Otro día vio y dejó contada para la historia de la tauromaquia una tarde incierta de división de opiniones: “O sea, la cuadratura del círculo. La afición pasó la noche en vela resolviendo problemas de trigonometría con este proceloso asunto de la bravura del segundo toro de Ibán y en su trascendencia inmanente cabe la brumosa inmensidad del piélago que le valió el premio de la vuelta al ruedo, y más valdrá dejarlo para no sumirse en la discusión interminable y acabar cazando moscas. Da más gusto la vida cuando únicamente exige distinguir entre verano e invierno, sol y lluvia, noche y día, blanco y negro; dulce o amargo, bueno o malo, en definitiva”. 

 Los tonos cobrizos de los árboles adornaban una mañana de otoño tardío. Manuel acompaña a la Justa a la boda de una amiga. Agrede al Carnicerín; a cambio recibe un garrotazo que lo deja atontado. A Manuel se le hace la noche. Le invade la negrura. La desesperación le guía de nuevo a juntarse con el Bizco. Se muestra dispuesto a asesinar a “diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén”. Aquella noche la pasa al calor de las calderas de calentar el asfalto. Es testigo de las dos realidades madrileñas y de cómo la vida le insta a tomar una decisión, un cambio de rumbo que dirija sus pasos o bien a la busca del caos, el placer, el desorden de la noche y la bohemia o, poniendo los pies en el suelo, optar por el día, el orden y ganar el pan con el sudor de la frente. 

Casi todo en Pío Baroja es equilibrio y armonía entre contrarios aunque no lo parezca. Tras el tono gris de su desagradable prosa antitaurina, dialoga con el lector y le convence de que no cierre el libro porque en su mente está trazarle un camino diferente al protagonista de su historia. A modo de compensación, el autor vuelve a elevar la categoría de su prosa para definir el escenario distinto, entre luces y sombras,  por el que van  a transcurrir las expectativas de Manuel en la  segunda parte del relato: “Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria”. Pero eso nos lo cuenta Pío Baroja en la continuación, en la Mala hierba.

Aunque sé que hay doctores divertidos, 
pa' vacilar prefiero a los bandidos, 
desarraigados de la dolce vita 
hartos de deshojar la margarita. 

 Desperdicios, con vicios y caderas,
 ayunos de principios y banderas 
pero no negaré que me horroriza 
tener que soportar tanto paliza.
Sabina y Serrat


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

domingo, 27 de enero de 2013

El sueño de un trapero


 
"Tenía ante sí un viejo de barba entrecana y mirada adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano”.

  El Trapero. Manet, 1869.  



La Busca. Pío Baroja (8) 

La señora Petra, madre de Manuel, echaba sangre por la boca desde hacía tiempo, pero ella no se quejaba ni le daba importancia, hasta que un día le subió la fiebre, no pudo levantarse y tuvieron que llamar al médico. Las hijas iban a verla de tarde en tarde, pero como no tenían dinero, no podían comprar las medicinas que el médico le recetaba. El cura la había confesado repetidas veces, de algo tenía que servir tener al clero a mano. El Domingo de Piñata mejora un poco por la tarde, lo suficiente para hablar con Manuel y morir poco después, como hizo don Quijote con el momento de lucidez anterior a su muerte, y hacen los pobres, sin dar un ruido, asistida por su hijo que le vela por la noche. Al día siguiente la separan de los vivos. El reloj del pasillo siguió con su tic tac impasible, descontando tiempo a los mortales. 

 

"Empezó a empeorar y hubo que llamar al médico"

 Ciencia y caridad. Picasso. 1897

Manuel tiene que recurrir a la sopa de los pobres del cuartel de María Cristina si quiere llevarse algo caliente al estómago. A la cola del rancho sorprende a Roberto que trabaja en un periódico sin cobrar, por amor al arte de la escritura como hacemos los blogueros. Dándose un paseo por El Retiro de los jubilados, le llena la cabeza de delirios de grandeza de antepasados millonarios, descubrimientos de fortunas escondidas en islas lejanas y herencias de utópicos ricos tíos americanos. 

Prosa aristocrática bien hilada, de alta alcurnia la asignada por el autor a la producción de Roberto, que sorprende por el contraste, especialmente cuando acabamos de escuchar los gruñidos del Tabuenca, la verborrea del Titiri o el caló de los gitanos. En Baroja el habla se adecúa al estatus social o cultural de los personajes, no hay uno que se exprese igual a otro, el autor trabaja este aspecto de manera concienzuda, pone especial cuidado en la adecuación de los niveles de habla usados por los hablantes. He aquí dos ejemplos espléndidos de Roberto en el discurso que le endosa a Manuel sin enmendarse. Filosófico: “Los momentos sublimes, los actos heroicos, son más bien actos de exaltación de la inteligencia que de voluntad; yo me he sentido siempre capaz de hacer una gran cosa, de tomar una trinchera, de defender una barricada, de ir al Polo Norte”. Enigmático y juicioso al mismo tiempo: “Así es la vida; hay que esperar, no hay más remedio. Ahora que nadie me cree, gozo yo más con el reconocimiento de mi fuerza que gozaré después con el éxito. He construido una montaña entera; una niebla profunda impide verla; mañana se desgarrará la niebla y el monte aparecerá erguido, con las cumbres cubiertas de nieve”. 



La Bombilla. Eduardo Vicente

Pasarse una semana durmiendo al sereno es demasiado, mina la resistencia de cualquiera. Manuel decide buscar la manera de reactivar la Sociedad de los tres, dedicarse a ser maleante con todas las consecuencias. Va a Las Cambroneras, allí se aloja la Dolores, no la de la copla, sino una señora de unos cincuenta años con un pañuelo rojo y negro atado como una venda rodeándole la cabeza. Vive con el Bizco que la chulea en una chabola de tres metros en cuadro. Las paredes son lo suficientemente anchas para albergar una especie de zulo que tapan con una tela donde esconden la rapiña de sus correrías. Llega Vidal y como es domingo, se va la sociedad de los tres a dar una vuelta por el Rastro. Se encuentran con el Pastiri al que ayudan a timar a unos incautos antes de salir pitando con lo afanao. “Pasaron toda la tarde del domingo hechos unos príncipes; Vidal estuvo espléndido, gastando el dinero del Pastiri, convidando a unas chicas y bailando a lo chulo”. 

A la noche llegan a la Casa Blanca, pero no la del Presidente Roosevelt, sino otra que sólo se parece en lo blanco de la cal. A Manuel le empieza a rondar el soniquete de sentar la cabeza: “En el interior luchaban oscuramente la tendencia de su madre, de respeto a todo lo establecido, con su instinto antisocial de vagabundo, aumentado por su clase de vida”. Pasa el verano enredado en la Sociedad de los tres, alojado en la casa blanca con su primo Vidal y una querida, buscona y vendedora de periódicos para disimular. Dedicados a robos de poca monta, de los que llaman "al descuido", la ganancia de la rapiña la solían fundir en la taberna “El Pico del pañuelo”. A veces, pocas veces, les toca esparcir montones de lana para airearlos y volverlos a recoger con un rastrillo. Cuando todo fracasa, no les queda más remedio que recurrir a la caza del gato para llevarse algo al coleto. El Bizco, cuya cabeza de melón “no atesoraba ningún talento”, era un experto Tío del Saco, proveedor de animales tísicos o de físico mermado para el sardanapalesco festín. 

 La taberna. Eduardo Vicente

Saquean una casa deshabitada en un despoblado, defendida por un perro moral. Obtienen escasa renta de la fechoría, únicamente ochenta céntimos por cabeza después de pagar el vino. Vidal cavila que no merece la pena correr el riesgo de dar con los huesos en la cárcel, ser atacados por perro moral y engañados por traperos peristas por tan magro botín. 

Antes de que Vidal le abandone por una mujerona alta, vestida de gris, Manuel prueba fortuna en el submundo chulesco de la noche madrileña. Pero no encaja en el apartado de protector de busconas. Él y la querida de Vidal pierden la Casa Blanca por desahucio. De golpe y porrazo se ve alojado en los bancos de la Castellana o de la Plaza de Oriente al pie de la familia real, pero comiendo “tronchos de berza del suelo del mercado”. 

Desciende a lo más bajo de la escala social cuando vuelve a juntarse con el Bizco y se van a buscar cobijo a las cuevas de la Montaña del Príncipe Pío. La noche se le hace eterna a la intemperie. Tiritando de frío, sueña con una dama que le envuelve entre sus hebras doradas. Entregado a sus sueños dulces como la miel, la mañana lo encuentra acurrucado. El señor Custodio, un trapero “de barba entrecana y mirada adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano”, al verlo desvalido y hambriento le ofrece trabajo a cambio de manutención y alojamiento. Manuel le sigue y suceden las páginas más agradables de la novela: un jardín en mitad del basurero. La dignidad surgida en medio del abandono; el trabajo que dignifica a la persona. Un paisaje idílico con las astas de las banderas coronadas de pucheros (me apropio de esta imagen tan genial y corrosiva para regalársela a tanto enamorado de su enseña que por ahí campea suelto). La luz al final del túnel. La regeneración, la vida nueva que emerge de la descomposición. La utopía del hombre verdadero que renace de los escombros. 

Manuel se siente feliz como una perdiz al cuidado de la lumbre y del puchero en otra clara imagen que representa la grandeza de lo sencillo, el regreso a los primeros pobladores, amparados del vendaval en la caverna ennegrecida por el humo de la hoguera. Cuando parecía que la suerte estaba echada, la magia aflora en la narración, la dignidad entre la pobreza. El sueño de un trapero, el mito de la felicidad al alcance de la mano de los humildes. 

“Manuel sería uno de los hombres casi felices de este mundo” si contara con una mujer que le quisiera, una chabola con corral en una hondonada rodeada de escombreras. Un perro que se llame Reverte, un cerdo, una pareja de burros para tirar de un carro, ganas de trabajar y una docena de gallinas sueltas con gallo


When Jack Frost came for christmas 
With a brass monkey date 
The rail-king and the scarecrow 
Hopped a Florida freight 
And they blew on their paper cups 
And stared through the steam 
Then they drank half a bottle 
Of ragpicker's dream where 
M. Knopfler




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

 

miércoles, 23 de enero de 2013

Crecí volando





La Busca. Pío Baroja (7) 

La desaparición de Leandro sume a su padre, don Ignacio, en la más profunda desolación. Enfermo de desesperación, deja de atender la zapatería como dios manda. Como de los negocios dependen a menudo los que allí trabajan, a la Leandra no le queda más remedio que despedir a Manuel. Su madre no le deja estar ocioso ni un día, más pronto que tarde le busca empleo en un puesto de pan y verduras del Mercado del Carmen regentado por el Tío Patas, “un gallegazo pesadote como un buey”, pero típico gallego trabajador, emigrante ahorrador que partiendo de la nada había conseguido tirar palante de su trabajo como autónomo. A Manuel le asignan un jergón detrás del mostrador de la tienda entre un persistente olor a berza podrida. El sereno lo despertaba al amanecer en que  comenzaba la faena cotidiana de un tendero que duraba hasta el oscurecer. La tienda no vende mucho, pero lo suficiente para vivir. El trabajo le dura tres meses, justo el tiempo que su madre tarda en pedirle algún jornal para Manuel. Al Tío Patas le da la risa cuando escucha la petición de la madre: “El muchacho no gana el agua que bebe” es todo lo que obtiene como respuesta

"El hijo del tío Patas se entendía con su madrasta".

La cita. Picasso. 1901

A veces la sucesión del tiempo no es lineal en la narración, como en el flashback de la vida familiar del Tío Patas que más parece un culebrón, pero contada con la presteza y precisión de un cirujano. 

La luz encendida. Benjamín Palencia

Manuel pasa a trabajar de ayudante de hornero en una tahona. Rápidamente se observa que el autor sabe de lo que habla, no en vano él mismo regentó la propia de la familia durante un tiempo. No menos de cinco anotaciones antológicas sobre la luz del local nos dan una idea de la importancia que concede a la luz a la hora de definir los espacios y la atmósfera que en ellos se respira. En este caso su precisa y exacta descripción consigue que la tahona parezca un lugar poco saludable, insalubre y degradado: 
Tenía unas ventanas con cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que luz turbia y amarillenta”. 
“En el cual no se veía más que allá en el fondo el cuadrado de luz de una ventana alta con unos cuantos cristales rajados y sucios, por donde entraba claridad triste”. 
 “Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra reinante, se veían […] en el techo, gruesas telas de araña plateadas y llenas de polvo”. 
“El sitio del horno era anchuroso, con las paredes recubiertas de hollín, negro como una cámara oscura; un mechero de gas brillaba en aquella caverna, sin iluminar apenas nada”.
 “El amasadero, menos negro, resultaba más sombrío que la cocina del horno; a su interior llegaba una luz pálida por dos ventanas que daban al patio, con los cristales empañados por el polvo de la harina”. 

 En la panadería Manuel se hace amigo de Karl, un alemán desertor del ejército diez años antes de que dé comienzo la Gran Guerra. Acostumbrado al trabajo duro del panadero: vivir al revés; trabajar de noche y dormir de día, bebe como un cosaco;  pero como buen alemán cumplidor, nunca falta al trabajo. Pasa la resaca manos a la obra, al calor del horno como si tal cosa. La benevolencia con la que Pío Baroja trata a este personaje tan secundario es llamativa. Resulta curioso que el único personaje que lea en la novela sea extranjero (hasta el momento porque después la nómina de personajes lectores aumentará como veremos). Lee a Balzac, Goethe y Heine. La mezcla de aguardiente y poesía romántica le inflaman el corazón del sentimentalismo de su raza.

El Superhombre le prestaba novelas de Paul de Kock

Como a Manuel los trabajos le duran dos meses, justo al llevar ese tiempo arrimado a la boca del horno, cae enfermo. Regresa con su madre que le atiende. Pasa dos semanas con calenturas altas. Los cuidados maternos, los días más agradables de su vida, le ayudan a recuperarse. Manuel lee durante su convalecencia – en modo alguno podía don Pío permitir que el único lector de la novela fuera el alemanote grandón de la tahona- . También pasea por el parque del Retiro. Hace un trato con el periodista que llaman el Superhombre, éste le da planas para copiar y - a cambio - le presta a Manuel novelas subidas de tono como Monjas y Corsarios de Paul de Kock. Pero la buena vida de convaleciente le dura poco. Cuando a nuestro protagonista le entran deseos de poner en práctica la teoría aprendida en los folletines por entregas con la hija de la patrona, una vecina los sorprende al comenzar las explicaciones prácticas y doña Casiana lo vuelve a echar de la pensión bajo amenaza de desollarlo si vuelve a arrimarse a ella. A su hija le propina una paliza que se le quitan las ganas de experimentar durante una temporada. Pero no tarda mucho la moza en echarse en brazos de un estudiante vecino, ello rehabilita la imagen dañada de Manuel en la casa de huéspedes. 

"Algunas de verde subido como Monjas y corsarios y Gustavo el Calavera"

De golpe y porrazo se encuentra de nuevo sin alojamiento estable. Manuel desanda el camino por el que había transcurrido su experiencia madrileña. Busca reconocerse en los escenarios familiares cien veces recorridos. De la tahona lo echan a piedra menuda al amanecer. Al pasar por el taller de zapatos comprueba que sigue cerrado a cal y canto todavía. Habla con Salomé que continúa con su eterna tarea, coser. Le cuenta que está preocupada por Vidal porque no quiere trabajar ni nada que se le parezca. Se junta con El Bizco, más malo que un dolor. Manuel no quiere juntarse con Vidal, pero no es dueño de sus actos, hay algo que dirige sus pasos hacia él. 

Cuando se encuentran, intercambian balbuceos, gruñidos de complicidad en lugar de palabras. Como si ya se hubieran dicho todo lo que tenían que decirse o retrocedieran a los orígenes de la especie, a las fases primitivas de la evolución en una extraña manera, pero útil, de llenar de palabras simples los silencios:
-“¡Eh, tú, Vidal -gritó Manuel. 
-¡Rediez! ¿Eres tú? -dijo suprimo. 
-Ya ves... 
-¿Qué te haces? 
-Nada; ¿y vosotros? 
-A lo que cae. Contempló Manuel cómo jugaban al cané. Cuanto terminaron una de las partidas, Vidal dijo: -Qué, ¿vamos a dar un paseo? 
-Vamos. 
-¿Vienes tú, Bizco? 
-Sí.” 

Pío Baroja corta la retirada a sus personajes, los aboca a una destrucción cierta. No existe para ellos la salvación a través del trabajo, la educación o la cultura. La incultura conduce al tribalismo, a la querencia del campanario. Cercados por el comunismo del hambre, roban para comer. “Vida extrasocial la suya”. Vivir sin trabajar conlleva robar la cabra del que sólo tiene una para vivir. Recoger cerdos muertos de las cunetas para comer cual aves carroñeras, con añadidos esporádicos de gatos y ratas como complemento de la dieta. 

 “A la luz roja del sol poniente brillaban las ventanas con resplandor de brasa”. Y al fervor de una botella de vino se conjuran; uno para todos, todos para uno, a defenderse entre sí en “La Sociedad de los tres”.


"Así crecí volando y volé tan deprisa 
que hasta mi propia sombra de vista me perdió, 
para borrar mis huellas destrocé mi camisa, 
confundí con estrellas las luces de neón".
Sabina&Serrat





 
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

jueves, 17 de enero de 2013

Angelitos para el cielo






Retrato de Pío Baroja Juan de Echeverría

La Busca. Pío Baroja (6) 

 Una vez concedido el permiso de los padres para hablar con  su hija Milagros, el Lechuguino se reforma, deja la mala vida de juerga y de la noche. Ello provoca en Leandro “un amargor que se deslizaba hasta el fondo de su alma”. Discute con ella y se  va de nuevo con Manuel  a la Taberna de la Blasa  a beber y a despotricar de las mujeres: “La más buena es tan venenosa como un sapo”. Bebe con el Pastiri que se palpa,  pero al tentarse no acierta a encontrar la faca en el bolsillo. Se encara con el Valencia. Leandro, con la cara inyectada de sangre, en un arranque del  valor que dan unos vasos de vino levanta en fole al Valencia, lo agarra por la solapa, lo zarandea y lo golpea contra la pared. Unos que animan, otros que separan y cada uno de los dos protagonistas dispuestos a dejar seco al contrario; la zapatiesta está liada porque con el honor de un navajero hemos topado. Cuando parece que el Valencia se da por vencido al escabullirse de la taberna con el rabo entre las piernas, reaparece de repente para lanzarle el cuchillo a traición y después ahueca el ala: “Pasó el arma zumbando por el aire como una terrible flecha y quedó temblando clavado en la pared”.  Manuel, que a medida que avanza la historia da la sensación que de tonto tiene lo justo,  ya había alzado el vuelo antes, al ver el mal cariz que tomaban los acontecimientos.  



El último capítulo de la segunda parte es trabajo de un artesano de la literatura, una obra maestra desde el punto de vista narrativo. El aliento cervantino de su estructura no desmerece nada de lo que yo haya leído hasta La Busca. La mezcla de la ficción,  del relato fantástico desdibujado por la lejanía, y la realidad con su inmediatez de tozuda cercanía merecen un estudio detenido. 



 Familia de Acróbatas con mono. Picasso

Don Alonso, el Hombre-Boa, aparece por el corralón acompañado de una mujer volatinera y una niña a principios del otoño. Traen consigo un fardelillo de ropas, un perro de lanas y un mono atado con una cadena. Podría tratarse de la Rosita que Roberto buscaba, pero un día no volvieron ni con silla ni con albarda, desapareció la troupe igual que había llegado. Mientras don Alonso aconseja al hermano pequeño de los Aristas en sus entrenamientos de saltimbanqui, el mayor entretiene a Manuel contándole historias lúgubres de cementerios. Don Alonso despliega su imaginación con relatos de doble fondo, lugares lejanos y animales quiméricos que se parecen a los que no mueren entre los besos, mimos y caricias en las claridades asépticas y diáfanas de los mataderos: “lo atravesé de parte a parte y le dejé clavado en la playa. El animal bramaba como un toro". El autor logra que el lector viva una experiencia divertida a través de la historia     fantástica de la vida de un personaje secundario que puede parecer prescindible, pero que se lee con agrado. Utiliza el diálogo entre los presentes que lo escuchan para construir un relato vivaz y atractivo. Demuestra con ello un manejo nada común del arte de narrar. Pasa con habilidad del relato fantástico a exponer el drama de la muerte de Leandro y Milagros. 

Un domingo de quince días más tarde,  Manuel abandona la pensión de su madre porque las hermanas discuten sobre enaguas. Llueve a cántaros en las calles del centro de Madrid. Refugiado en el café Levante de la Puerta del Sol,  se toma un café. Observa desde el interior el comportamiento de la gente endomingada huyendo de la lluvia. Parecía un rebaño de tortugas apretadas con sus convexidades negras apuntadas hacia el cielo: bella imagen del panorama oscuro que se cierne sobre los personajes.



"Algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma"

A continuación sucede una parada narrativa, necesaria para marcar la transición en la narración, nos cuenta las nubes como sólo su amigo Azorín las sabía definir con una de las descripciones más trágicas y tenebrosas que uno recuerde: “En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. […] humaredas negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento”. - Azorín en Castilla, 1917: "Hay nubes redondas, henchidas, de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos translúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales e innumerables, que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul". - Vientos sombríos aletean en el aire. El autor carga el ambiente del espesor de la tragedia para narrar el momento álgido de la novela. Como si la muerte proclamara su victoria en los cielos de Madrid o el despenamiento a perpetuidad por el sacrifico de una pareja de seres humanos.





 Matador. 1970.  Picasso


El crimen es uno y un suicidio. Cuando Manuel llega al lugar de los hechos, el asesinato ya se ha cometido. Pío Baroja relata el suceso no desde el punto de vista de tres testigos distintos, como habría hecho cualquier otro autor, sino que el lector descubre lo acontecido al mismo tiempo que Manuel, recorre los mismos pasos que el protagonista siguió, desde los primeros rumores del crimen atisbados entre  el murmullo callejero, pasando por el suicidio de Leandro para concluir en la impresión que le produce contemplar la muerte de cerca en el depósito de cadáveres. Porque la muerte es la nada; la misma, la del cobarde y la del valiente. No hay quien libre de la tumba ni a unos ni a otros. 

 La muerte de Casagemas. 1901.  Picasso

En efecto, Manuel se entera de lo sucedido por el relato de tres testigos presenciales  en tres momentos distintos: el Sr. Zurro que estaba leyendo el periódico, una vieja que le ve salir de casa con la navaja ensangrentada y un aprendiz que presencia cómo se mata al tropezarse con la Muerte. El morbo de indagar qué queda después de la muerte guía sus pasos al depósito de cadáveres. Allí “Las tres mujeres echaban la culpa de todo a la Milagros, que era una golfa, una mala hembra descastada, egoísta y miserable”. “Entre unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de Leandro”. La presencia del acabamiento aterrorizó a Manuel y a Vidal. Las niñas cantaban a coro en la calle. Aquel contraste de dolor y serenidad provoca confusión en el adolescente Manuel.



"Estando Martínez castigado en clase
de rodillas y de cara a la pared.

Vestida de luto por parte de madre

lo alcanzo la muerte por primera vez.

Le dejó los mocos, se llevo el pañuelo

que falta le haría, otro ángel al cielo."

Sabina &Serrat






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

domingo, 13 de enero de 2013

La solitaria rosa de tu aliento





Eduardo Vicente

 Retrato de Pío Baroja. 1949. Lápiz sobre papel. 30 x 23 cm. Colección José Varela Feijóo. Madrid


La Busca. Pío Baroja (5) 

Fanny le da un machacante a la gitana de los dos churumbeles en un gesto de generosidad. A la vista de los dientes largos que tal arranque de esplendidez provoca entre la concurrencia, Leandro, que conoce el percal, decide ahuecar el ala de la taberna: demasiada prodigalidad para el lugar. 

 Gitana con mandolina. Anglada Camarasa

Unos meses más tarde Roberto se presenta en la corrala de parte de don Telmo. Quiere saber el paradero de Rosita, una volatinera. Le pregunta al Zurro, el ropavejero. Éste le manda al Mesón del Cuco que está por Yeserías y que pregunte por el Tabuenca. El Tabuenca es chato, apergaminado. Tiene cuatro ojos; pero no porque lleve gafas, sino porque “parecía que miraba al mismo tiempo con los ojos y con los agujeros de la nariz”. Además, “se veía en la necesidad de tapar con los dedos las ventanas de la nariz para poder fumar”. Qué ejemplo tan rotundo de desvergonzado humor barojiano que entronca en Cervantes, Quevedo y Torres Villarroel: peor que el grajo que se burla del cerdo por ser negro. Como si le pidiera al lector: “No torzamos la verdad y vente conmigo a buscarla”. 



 El Tabuenca les amenaza con voz de gaviota: “Te andaré en la cara” en mitad de una escena de sainete, de capa y espada, de la que sale perdiendo el Tabuenca engarzando una porción de insultos y blasfemias. Un arriero pasado de peso que por allí aparece, después de cobrar tres pesetas por el candil roto en el alboroto, les indica el camino para llegar a don Alonso, el Titiri. 

Antes de que el Titiri arrase la escena como un terremoto lleno de historias que contar, Roberto tiene tiempo de ponerse estupendo y decir: “Poder ser estúpido en ocasiones, sería más útil probablemente que poder ser discreto en otras tantas”. Hay quien desperdicia el talento por creérselo y no bajar a la realidad. 


 "Yo era entonces contorsionista, y en los carteles me llamaban el hombre-boa"

 Familia de saltimbanquis. Picasso

El Titiri llega con hambre atrasada, se come las sobras del plato de Roberto. Se presenta pomposo como Don Alonso de Guzmán Calderón y Téllez, director de circo en las Américas durante sus años mozos. Ahora en la derrota no llega más allá de barquillero ayudante del Tabuenca. “Ande la reolina”. Don Alonso se desanda hablando del dinero que ganó y malgastó en el tiempo que pasó de contorsionista, malabarista y volatinero en sus años gloriosos de circo en París y en América. 

El baile

Una noche de Agosto con calor africano en la atmósfera y las calles invadidas de un denso vaho sahariano como de ceniza, Leandro y Manuel van a una fiesta. El Corretor y familia quieren dar esquinazo a Leandro. El solar de la kermesse se adorna con los colores de la querencia roja y gualda. Como Leandro y Manuel llegan pronto, ven llegar a la Milagros que “vestía traje claro con dibujos azules, pañuelo de crespón negro y zapato blanco. Iba un poco escotada hasta el nacimiento del cuello, terso y redondo”. Y ¡claro!, Leandro, ciego por ella,  la invita a bailar el chotis de “Los cocineros” que no es de su agrado. Se masca la tragedia, honor ofendido y tambores de guerra al sonar El tambor de granaderos. El Lechuguino que la andaba rondando, la invita a bailar, “era un bailarín consumado, llevaba a su pareja como una pluma y la hablaba tan de cerca, que parecía que la estaba besando”. 


 La guitarra. Picasso

 “Vámonos, Vámonos” apremia Leandro a Manuel que le acompaña a rumiar su despecho por las calles del centro de Madrid. Acaban en el café de la Marina. ¿Dónde se meterían que los cantaores son gordos cabezones y los guitarristas, bizcos con cara de asesinos? Un quejío flamenco puede parecer nada más que una queja gutural que enrojece la frente de un cantaor gordo, pero es mucho más cuando representa la sangre desbocada  de un pueblo herido de injusticia de siglos. Un quejío de cante jondo es un lamento, un desgarro que rompe el silencio porque sale de dentro, de lo más hondo de las entrañas. El toque de la guitarra, un llanto del alma como decía Federico García Lorca que desde la Arena del Sur caliente, pide camelias blancas del Norte en Poemas del cante jondo (1921): 

LA GUITARRA 

Empieza el llanto 
de la guitarra. 
Se rompen las copas 
de la madrugada. 
Empieza el llanto 
de la guitarra. 
Es inútil callarla. 
Es imposible 
callarla. 
Llora monótona 
como llora el agua, 
como llora el viento 
sobre la nevada. 
Es imposible 
callarla. 
Llora por cosas 
lejanas. 
Arena del Sur caliente 
que pide camelias blancas. 
Llora flecha sin blanco,
la tarde sin mañana, 
y el primer pájaro muerto 
sobre la rama. 
¡Oh, guitarra! 
Corazón malherido 
por cinco espadas. 

Y así  interpreta el "Soneto de la dulce queja" el pequeño gran ciclón de BadalonaMiguel Poveda:  




 

Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.