domingo, 28 de septiembre de 2014

El Quijote de Avellaneda (4) Alonso Fernández de Avellaneda. Mándame una señal




"Por tanto, señor Quijada, por la pasión que Dios pasó, le ruego que vuelva sobre sí y deje esta locura en que anda, volviéndose a su tierra"

 1958-Garden City
 
El Quijote de Avellaneda (4) 
Alonso Fernández de Avellaneda 

Capítulo VII 

Una cuadrilla de muchachos desocupados hacen corro a los recién llegados al pueblo entre chanzas y risas. Extrañas figuras salidas de la antigüedad. En vista de una audiencia tan numerosa don Quijote toma la palabra como si fuera Julio Cesar dirigiéndose al Senado y pueblo romano. Quiere saber si de la ciudad han salido salteadores que les han robado sus caballerías y dejado malheridos. Si no, los reta a combate uno a uno o a todos a la vez. Mosén Valentín les ve venir. Considera a este hombre disparatado una oportunidad de entretenimiento para todos y le sigue la corriente. Le pide la descripción de los malhechores que le han descalabrado y robado, serán castigados. Don Quijote desvaría con Orlando Furioso y el traidor Bellido Dolfos. 

¿Para qué es menester andar con zorrinloquios? Se cuestiona Sancho dolorido. Que dios cohonda al melonero, mozo lampiño que derribó a su amo de una pedrada y les robó las caballerías. 

Mosén Valentín dispone que no les falte de nada, los aloja en su casa en una buena cama. Llama al barbero para que los cure de unas heridas hondas que a don Quijote le parecen hechas con el tronco de una encina. Los males de Sancho son calenturas interiores que le tienen baldado, pero no tanto como para quitarle las ganas de comer. El clérigo organiza la cena, averigua dónde paran las monturas y ordena que las devuelvan a sus amos para gran contento de Sancho que recibe a su pollino entusiasmado, exclamando con las carnes abiertas: "¡Ay asno de mi alma!" 


  "Como se vio don Quijote en la plaza cercado de tanta gente, viendo que todos se reían, comenzó a decir:"
  
 1958-Garden City

Pasan casi ocho días de convalecencia en casa de Mosén Valentín, entreteniendo al personal del lugar con fantasías de caballero andante, aumentadas con la intrínseca sencillez del fiel escudero. Don Quijote barrunta el peligro que precede al trueno de  la tormenta, siente la necesidad de volar, añora la libertad de los pájaros de la marisma, la excepción del toro de casta. Que le dejen solo en sus trabajos para aprender a comer la corteza dura del pan con su propio pico. El clérigo escucha con atención las ansias de libertad y le previene de la Santa Hermandad que no ama la heterodoxia ni tampoco consiente burlas, “le ahorcará, perdiendo la vida del cuerpo, y lo que peor es, la del alma”. Le pide que desande el camino andado, vuelva a su tierra, deje su locura y se dedique a hacer el bien a los pobres. Visite a los enfermos, lea libros devotos y converse con gente honrada. Que abandone las vanidades aventureras, pues ya es hombre mayor y no arrastre a su compañero que tampoco ha cerrado la mollera todavía. Sancho aprueba lo dicho por el cura, pero señala que con su amo no hay razones que valgan. Numerosas veces se han visto en “peligro de perder el pellejo por los grandes desaforismos que mi señor hace por esos caminos, llamando a las ventas castillos,” y confundiendo a los hombres, por Gaiteros, Guirnaldos, Bermudos y Rodamontes. Su amo quiere “que aunque me pese le siga; y para ello me ha comprado este mi buen jumento y me da cada mes por mi trabajo nueve reales y de comer; y mi mujer que se lo busque, que así hago yo, pues tiene tan buenos cuartos.” 

¡Afuera pereza! Exclama don Quijote acusándoles de cobardes y pusilánimes. Pide las armas y la montura, no vaya a pegársele la polilla de aquellas gentes. En plena sensatez del desvarío se despide del clérigo, agradeciéndole el alojamiento y ofreciéndose a combatir a cualquier gigante que le haya agraviado. 

Sancho agradece el servicio y,  a diferencia de su amo, no brinda por peleas de las que salir apaleado, allí está su casa para lo que haga falta. Le ruega que rece a Santa Águeda, abogada de las tetas, y le desea que viva tantos años como Abraham. 

Salen del pueblo asediados por un corro de muchachos y de gente al grito amenazador de ¡Al hombre armado! Para apaciguar el gentío, Sancho les promete proclamarles canónigos de Toledo cuando don Quijote sea emperador y el mismo sea distinguido como   Papa o monarca de alguna iglesia. Los paisanos les despiden con una lluvia de pepinos y berenjenas al tiempo que Sancho reniega de los zancajos de la mujer de Job. Ponen rumbo a Zaragoza donde verán la maravilla. 

Capítulo VIII 

De bien poco le sirve a nuestra pareja de caminantes a lomos de caballería la prisa que se dan en llegar a Zaragoza. Cuando se encuentran a una milla, se topan con tropeles de gentes que vuelven de las justas. Los ocho días de convalecencia han sido demasiados para llegar a tiempo a la competición. Don Quijote entra en un proceso de profunda decepción. La desesperación hunde en la miseria a nuestro hidalgo. Entran a la ciudad por la Aljafería, el caballero sepultado bajo el peso de un melancólico mutismo. De nuevo se ve cercado por curiosos que quieren observar de cerca a la estantigua que llega armada de arriba abajo con todas las piezas. Escuchan estupefactos cómo desafía a la justicia y a los caballeros del lugar por haber hecho las justas con tanta diligencia. Pondrá un cartel retador en todas las plazas y cantones. 


"Con esto, iba tan mohíno y melancólico, que a nadie quería hablar por el camino, hasta tanto que llegó cerca de la Aljafería."  
1938-Paris-Secretaire

Sancho, leal a su amo hasta el tuétano, corrobora la condición de caballero andante de don Quijote. Hace mención a las guerreaciones en la Mancha y Sierra Morena, que si bien no todas terminaron en éxito, su amo ha jurado venganza si topan a los enemigos de nuevo y los pillan por sorpresa “ solos y dormidos, atados de pies y manos, que los hemos de quitar los pellejos y hacer dellos una adarga muy linda para mi amo.” 

Don Quijote se adentra en la ciudad montado en Rocinante que a “cada tablilla de mesón que veía se paraba y no quería pasar” Sancho rabioso de cansancio y hambre lo sigue con su rocín de ramal. 

 La justicia aparece la calle alante. Trae un hombre, caballero en un asno, desnudo de cintura para arriba, soga al cuello y recibiendo doscientos azotes por ladrón. Seguido de doscientos muchachos detrás. Don Quijote se encara con ellos y los apremia a soltarle. Sorprendidos por la insolencia le gritan: “¿Qué diablos decís, hombre de Satanás? ¡Tiraos afuera! ¿Estáis loco?"

¡Oh santo Dios, y quien pudiera pintar la encendida cólera que del corazón de nuestro caballero se apoderó en este punto! 

“-¡Favor a la justicia! ¡Favor a la justicia!” Reclaman con fuerza los atacados. Infinitos espadazos reducen a don Quijote a quien llevan a empellones a la cárcel. Los pies trincados por un cepo, las manos esposadas. Aún le quedan arrestos para sacudirle a un mozo con las esposas en la cabeza. Iba a secundar cuando el padre le remedia media docena de mojicones en la cara dejando al pobre don Quijote hecho un retablo de duelos. 

En vista de la avalancha de enemigos, Sancho calla como un santo. No se atreve a decir que es el criado del detenido por la cuenta que le tiene. Reniega de la suerte que le arrastra por los caminos para sufrir tanto infortunio, comiendo aves del cielo y alimañas de la tierra, tornándose otro Juan Guarismas, andando a gachas como un oso selvático. 

Sancho escucha aquí, pregunta allí, pero ni una buena noticia de su amo. No hay quien lo libre de doscientos azotes y una condena de treinta o cuarenta años a galeras por estorbar a la justicia. A la espera de más castigo, le desherran el cepo para sacarlo a la pública vergüenza de las calles. 
 Mándame una señal
por la virgen del calvario
que más no puedo esperar

Juan Gomez / Silvia Pérez Cruz 


 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
 

Las ilustraciones están tomadas de aquí

domingo, 14 de septiembre de 2014

Parezco extranjero




"Castellano y caballeros, mirad si de presente se os ofrece alguna cosa en que yo os sea de provecho; que aquí estoy pronto y aparejado para serviros."

1958. Garden City. Garden


El Quijote de Avellaneda (3) 
Alonso Fernández de Avellaneda 

Capítulo V 

Las preocupaciones por las justas reales de Zaragoza sacan de quicio a don Quijote; no le dejan pegar ojo por la noche, salvo contra la mañana un poco. Una nueva empresa aumenta el desasosiego: el empeño en defender la hermosura de la moza gallega contra viento y marea y proclamarla señora de un imperio imaginario. Sancho acude en su ayuda y le salva; no será necesario que se preocupe de la moza porque está contenta y “bienpagá” con los doscientos ducados que le dio. Almuerza de pie, de prisa y corriendo, porque las ordenanzas mandan no comer en manteles hasta acabar la aventura. Ya prestos, acorazado y a caballo, se ofrece al castellano y caballeros presentes para todo lo que deseen. Que paguen la cuenta de lo gastado, que asciende a catorce reales y cuatro cuartos, es lo que quiere el posadero. Ordena a Sancho que salde la deuda, decepcionado por el comportamiento del castellano al que rebaja a la condición de simple ventero. 

Ya estaba listo para la marcha cuando ve a la moza gallega barriendo el patio del establecimiento. Recuerda sus promesas, se dirige a ella como Soberana Señora. Le pide que suba al palafrén y lo acompañe. Si no tiene tal delicadeza, se digne subir al pollino de Sancho, (que sigue sin tener nombre) irá como una emperadora. 

El ventero se encabrita, temeroso de que el tratamiento de princesa e infanta le deje sin criada. Desconfiado y con miedo de que rompa el trato que hicieron cuando la sacó de la putería de Alcalá, le da tres o cuatro coces en las costillas y una bofetada. El maltrato a la moza del partido inflama el corazón del Caballero Desamorado. Con la rabia de un aspid pisado, echa mano a la espada y descalabra al tabernero de una cuchillada fallida. 

-Guerra, Guerra, grita don Quijote encendido de cólera. Acto seguido se retira del campo de batalla a gambetear con su caballo al observar cómo todo el mundo de la venta se abalanza sobre el arma más cercana. 



"¡Oh sandio y vil caballero, así has ferido en el rostro a una de las más fermosas fembras que a duras penas en todo el mundo se podrá fallar! Pero no querrá el cielo que tan grande follonía y sandez quede sin castigo."

1964. Madrid. Nacional

Sancho trata de sosegar a la gente al ver cómo el ventero, hecho un león, coge la escopeta. Teme ser manteado de nuevo. No entiende que por una pícara peor que Pilatos, Anás y Caifás estén a punto de perder el pellejo. Solo quiere huir como de la ballena de Jonás. Ya vendrán tiempos mejores, aventuras más fáciles de solventar. Escapan, no sin el resquemor de don Quijote por no dar su merecido a tan vil canalla. 

Capítulo VI 

Reaparece la magia de la media docena, la fascinación por el número seis, la libertad después de los seis meses de encierro. Seis días de andar por los caminos polvorientos de Aragón en el capítulo seis en dirección a Zaragoza sin ninguna aventura digna de reseñar en el relato, salvo la simpleza de Sancho y las quimeras de don Quijote que hacen reír a los paisanos de las poblaciones por las que pasan. En Ateca don Quijote hace de cartelista. Compone un cartel, firmado por el Caballero Desamorado, de apoyo a las mujeres. Merecen ser defendidas y amparadas en sus cuitas como dios manda y así lo ordena la orden de caballería. Por lo demás, los caballeros se sirvan de ellas para la generación, “sin más arrequives de festeos” como los que el sufre por las ingratitudes de la infanta Dulcinea del Toboso. 

A tiro de piedra de la fértil huerta de Calatayud hay un melonar con una cabaña. El melonero guarda con celo, lanzón en mano, los melones. El tropel de gente que se aproxima a Zaragoza, atraídos por la competición de caballeros, obliga al melonero a hacer guardia permanente. La visión del vigilante armado trastorna el entendimiento de don Quijote que fantasea en un desvariado discurso. 

El celoso guardián de sus melones le parece Roldán, el Orlando Furioso de la leyenda, invencible guerrero dotado de fuerza descomunal, capaz de voltear una yegua y lanzarla dos leguas con el brazo. Pero don Quijote está en posesión del secreto. Sabe que su punto débil es la planta del pie. Su derrota es su victoria. La gloria al alcance de la mano, nadie dudará de la potencia de un brazo capaz de lanzar una yegua cuatro leguas. Hasta el Rey de España querrá contemplar de cerca el “alfiler de a blanca”, artífice de la victoria y las alforjas con la cabeza de Roldán que llevarán de trofeo, la gala y la flor del invicto manchego y gran español don Quijote. 

Sancho mide el terreno con los pies. El melonero actúa correctamente al defender lo suyo. Los de fuera harán mejor en no alborotar a quien guarda su hacienda. Lo último que le gustaría es echarse encima la Santa Hermandad y la consiguiente condena a galeras hasta que las  canas pueblen las pantorrillas. Además, Rocinante está cabizbajo, con pocas ganas de batallas con meloneros feroces. Si le preguntáramos, “más querría medio celemín de cebada que cien hanegas de meloneros.” De nada sirven los ruegos del escudero en nombre de él mismo y de las bestias insensitivas. (qué mal lo tendría Sancho con los evolucionados animalistas de hoy en día) “Lo que podemos her es: yo llegaré y le compraré un par de melones para cenar, y si él dice que es Gaiteros, o Bradamonte o esotro demonio que dice, yo soy muy contento que le despanzorremos; si no, dejémosle para quien es, y vamos nosotros a nuestras justas reales.” 


"Le dieron tres o cuatro en la cabeza, con que le dejaron medio aturdido y aun muy bien descalabrado."

1950. París. Editions

La ocasión la pintan calva y don Quijote está decidido a no desperdiciar la oportunidad de ganar honra y fama presentándose en Zaragoza con la cabeza de Roldán ensartada en una lanza con una inscripción que diga: “Vencí al vencedor”. Le indica a Sancho que en caso de morir en la batalla, lo lleve a enterrar a San Pedro de Cardeña, al lado del Cid, donde podrá seguir ganando batallas después de muerto. 

La posibilidad de quedarse solo en el mundo, sin amo y encargado de dos bestias no le convence. El corazón hecho añicos, llora. ¿Qué será de las doncellas desaguisadas, de la gloriosa nación manchega? Mejor haber muerto a manos de los yangüeses desalmados; pero,  obediente,  le promete enterrarlo en Constantinopla si el se lo manda, aunque tenga que vender el pollino para pagar los gastos. Con Rocinante fatigado y hambriento, casi sin resuello del cansancio, se mete en el melonar directo a la cabaña, atropellando las matas de melones con las patas. Como hace caso omiso a los requerimientos del centinela, este le lanza un par de hondazos que le rompen la adarga y dan en tierra con el hidalgo que queda malparado, medio aturdido entre el amasijo de la pesada armadura. El melonero huye creyendo que lo ha matado, pero regresa al poco rato acompañado de tres más,  armados de garrotes que descargan en las costillas de don Quijote y Sancho al ver que los animales campeaban sueltos por el melonar. Se los llevan en reparación del daño. 

Don Quijote delira del molimiento recibido. Achaca la derrota al traidor Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido. Ordena a Sancho que vaya a Zamora y desafíe a toda la ciudad, pero el escudero le quita las intenciones. En vista del desbaratamiento que cuatro meloneros han causado, qué no hará una ciudad entera amurallada con miles de guerreros fieros dispuestos a defenderla. Sancho propone acercarse al pueblo cercano a curarse y a que le tomen la sangre a don Quijote que tiene el cuerpo descoyuntado. 


 "¿Adónde hallaré yo otro tan hombre de bien como tú? Alivio de mis trabajos, consuelo de mis tribulaciones"
1950. Quebec. Chagor

A Sancho le gusta todo de su borrico. Se deshace en lamentos por su pérdida, por su ausencia le tiembla el alma y ensarta una sucesión de quejidos: Ay asno de mi ánima, asno de mis entrañas, jumento mío, rey de todos los asnos del mundo, alivio de mis trabajos, consuelo de mis tribulaciones, hermano de leche, ay asno mío. Qué va a hacer sin sus rebuznos de alegría cuando oye cerner la cebada. Se le seca la lengua en la boca de elogiar a su pollino ahora que le falta. Y los gamaúts del órgano trasero cuando respira para adentro. 

Don Quijote sufre y disimula el dolor por la pérdida del mejor caballo del mundo, pero no renuncia a encontrarlo por toda la redondez del universo. A cuestas con la maleta y albarda se acercan al pueblo de Ateca. Don Quijote a rastras con la chapa y la adarga, nada se nos dice que cargara con más cosas 

Les canto a las chicas
Canto al tabernero.
Canto a la portera
Canto a lo que sea
Canto al mundo entero.
Y con este acento
Parezco extranjero
Pero soy de Vigo
Me hago Ilamar Peter
Y mi nombre es Pedro.

  Peret

 


 Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
 
Las ilustraciones están tomadas de aquí


miércoles, 10 de septiembre de 2014

Secreta mujer, tan sol y tan luna





"Veré si alguna de aquellas fermosas damas que están con la reina, enamorada de mi tallazo, en competencia de otras, muestra algunas señales de verdadero amor."

El Quijote de Avellaneda (2) 
Alonso Fernández de Avellaneda 

Capítulo III 

Los viajeros madrugan. Los alcaldes y el cura les alumbran el amanecer antes del ser de día. Cada uno almuerza en su respectivo alojamiento. Cuando quedan solos, don Álvaro confía a don Quijote un baúl con los útiles de guerrear, la ropa de revestirse para las justas. Quiere que se lo custodie hasta la vuelta. La visión del pesado equipaje del noble alegra la pajarilla de don Quijote. Entra Sancho sudoroso, ha hecho hambre con los preparativos del almuerzo. Le cuenta los problemas con la comida, el reverso de la anorexia:  a excepción de  los meses en los que su tío, Diego Alonso, lo pone de repartidor del pan y queso de la cofradía de la caridad,  en la vida se ha levantado harto de la mesa. Como consecuencia de los atracones, tiene que aflojar un par de agujeros del cinto. 

Con las claras del alba se ponen en camino. Don Quijote se reviste, orgulloso de sus ropas de caballero andante y los acompaña junto al cura durante una media legua. Tiene que soportar de los nobles viajeros el menosprecio a su caballo Rocinante: altón, larguirucho, flaco y carcamal. Sin embargo, uno de los mejores del mundo para su amo. 

Don Quijote está dispuesto a partir también a las justas de Zaragoza y cambiar de dama, una que corresponda a sus sacrificios y que se enamore de su tallazo. Los otros caballeros le envidiarán; el los desafiará y matará para que así Su Majestad el Rey Católico le proclame como uno de los mejores caballeros de Europa. 

Pero en realidad nuestro hidalgo se muere por enseñar a alguien el contenido del arca. A su entender se lo ha traído en persona el renombrado sabio Alquife. Una armadura reluciente y armas nuevas de buena forja que entusiasman a Sancho con sus grabaduras milanesas y brillo argentado, dignas del mismo Rey. La visión desde tan cerca de la armadura le trastorna. Se viste de punta en blanco, como para una boda. El vivo retrato de los príncipes antiguos en tiempo de guerra. El peso de tanta chapa le da alas, le embravece y le confunde. Toma a Sancho por un malvado jayán, le lanza cuchilladas y estocadas que gracias a la cama acribillada que le hace de parapeto no llegan a su destino. Sancho se encomienda a todos los santos que recuerda y a las llagas de Job. Cuanto más se acobarda y más piedad le pide a su amo, más se envalentona don Quijote. La rendición sin condiciones de Sancho, descolorido ante el vendaval de cuchilladas,  incluye la entrega del mismo Anás y Caifás, lágrimas de miedo y la promesa de obediencia ciega en lo que le reste por vivir.
 “Parcere postratis docuit nobis ira leonis”. Es la propuesta de Don Quijote que para eso sabe latín. 

El ensayo de ataque le deja exhausto. Sancho se queda a comer en casa del amo. Después de comer hacen una adarga grande de cuero como rueca de hilar cáñamo. Armamento defensivo por si vienen mal dadas. El enemigo no es manco. Vende dos tierras y una buena viña para comprarle un burro a su escudero y a finales de agosto se ponen en camino por tercera vez. He aquí a un Don Quijote con más medios económicos y más prosaico que el auténtico de Cervantes que vendía las tierras para comprar libros de caballería. 
 


-Ves aquí, Sancho, uno de los mejores y más verdaderos libros del mundo, donde hay caballeros de tan grande fama y valor, que ¡mal año para el Cid o Bernardo del Carpio que les lleguen al zapato!

Capítulo IV 

Don Quijote y Sancho salen del lugar - sin contratiempo aparente- a lomos de sus caballerías en una noche esclarecida por la luna. Sancho teme que el cura y el barbero salgan en su busca en cuanto los echen de menos y los hagan volver a casa metidos en una jaula como en la salida anterior. Nuestro héroe se juramenta, volverá al lugar a “desafiar a singular batalla, no solamente al cura, sino a cuantos curas, vicarios, sacristanes, canónigos, arcedianos, deanes, chantres, racioneros y beneficiados tiene toda la Iglesia Romana, Griega y Latina; y a todos cuantos barberos, médicos, cirujanos y albéiteres militan debajo de la bandera de Esculapio, Galeno, Hipócrates y Avicena.” Le pide a Sancho que no intente impresionarle con extinguidos tigres hircanos, leones de África, ni tampoco con sierpes de Libia, ya le demostrará su incontestable valor en las justas de Zaragoza. 

Quiere que un pintor le pinte en su adarga dos hermosas doncellas enamoradas. Cupido en la parte superior disparando dardos de amor y el mismo parándolos con el escudo. Y la inscripción: El Caballero Desamorado y los cuatro versos: 

“SUS FLECHAS SACA CUPIDO 
DE LAS VENAS DEL PIRÚ, 
A LOS HOMBRES DANDO EL CU 
Y A LAS DAMAS DANDO EL PIDO.” 

Siendo el Cu unos plumajes que algunos se ponen de sombrero en la cabeza para darse importancia, como Cervantes. 

Enzarzados en estos asuntos de envidia literaria tan comunes en el Siglo de Oro, divisan a lo lejos una venta que a don Quijote le parece “uno de los mejores castillos que a duras penas se podrán hallar en todos los países altos y bajos y estados de Milán y Lombardía.Y que a Sancho se le antoja el mejor lugar para hacer noche. Unos caminantes se quedan admirados de don Quijote a cuestas con su armadura bajo el inclemente sol que derrite la sesera. Le aseguran que la venta es la Venta del Ahorcado porque hace un año colgaron al ventero por robar y matar a uno de los  huéspedes. 

-“Ahora, pues, andad en hora mala -dijo don Quijote-; que ello será lo que yo digo, a pesar de todo el mundo.” 

Le comenta a Sancho que sería conveniente que fuera por delante a reconocer el terreno y sus defensas militares, para que al llegar no se encuentren con sorpresas desagradables. El escudero se lamenta de que la locura de su amo le impida cenar a placer, sin pelearse con nadie. Y no acercarse a la venta, observar, con peligro de ser observado por el ventero, y recibir un garrotazo en las costillas por merodeo, andar por los alrededores midiendo paredes creyendo que busca robar las gallinas en los trascorrales. 

-Por vida del fundador de la torre de Babilonia que si ellas fueran mías, que las había de hacer todas de reales de a ocho, destos que corren ahora, más redondos que hostias, porque solamente la plata, fuera de las imágines que tienen, vale, al menorete, a quererlas echar en la calle, más de noventa mil millones. ¡Oh, hideputa, traidoras, y cómo relucen!

Don Quijote le enumera las cualidades que un buen espía debe atesorar para ser útil. Entre otras, no deben faltar la fidelidad, la diligencia, el mutismo y la obediencia ciega que es la principal virtud de la milicia, la que desmaya al enemigo, la que da ánimo a los cobardes y temerosos “porque, siendo obedientes los inferiores a los superiores, con buen orden y concierto, se hacen firmes y estables y dificultosamente son rompidos y desbaratados, como vemos lo son con facilidad muchas naciones por faltarles esta obediencia, que es la llave de todo suceso próspero en la guerra y en la paz.” 

La explicación, nutrida  de razones tan bien expuestas,  convencen a Sancho. Se le quitan las ganas de seguir discutiendo. “Le zorrían ya las tripas de pura hambre.” Se aproxima a la venta con la bendición de dios y de su amo. Comprueba que la venta es venta y no castillo. Hay de comer “buena olla de vaca, carnero y tocino, con muy lindas berzas y un conejo asado.” Y cebada y paja para el burro. Mientras está apajando al jumento, aparece el Caballero Desamorado. Los presentes se muestran maravillados de la presencia de semejante estantigua. Se dirige a ellos con voz arrogante: “Dadme luego aquí, sin réplica alguna, un escudero mío que, como falsos y alevosos, contra todo orden de caballería habéis prendido” Los de dentro le quitan las intenciones de guerrear, le ofrecen buena cena y mejor cama y si fuera menester una moza gallega que le quite los zapatos. Les exige la liberación de su escudero desarmado y la princesa gallega. Sancho le echa un capote, le quita hierro al asunto. Allí hay gente de buena condición y lo más importante:  pagando se come. Señala que no le han causado desaguisado, sino guisado una buena cena de la que don Quijote no come, empeñado en discursos y visajes. 

"Se sirva de prestarme hasta mañana dos reales, que los he mucho menester, porque fregando ayer quebré dos platos de Talavera"

Mientras Sancho anda en bestiales ejercicios:  atendiendo a las caballerías con el segundo pienso y agua, la moza gallega, fácil en el prometer y mucho más en el cumplir, se ofrece a don Quijote para lo que sea menester. No vaya nadie a creer que es una cualquiera; doncella sí, pero recogida. Mujer de bien y criada de un ventero honrado. Engañada por un capitán que le promete casamiento y la deja libre como un cuclillo cuando se fue a servir a Italia. Don Quijote se compadece de ella y le ofrece seguirle hasta Zaragoza donde la hará reina de algún reino extraño después de desagraviarla del desleal caballero. La disoluta mozuela que quería ganar unos reales por dormir con el hidalgo se entristece ante arenga tan prolija. Ella necesita dos reales para reponer dos platos de Talavera que rompió en el fregadero y evitar dos docenas de palos. 

Don Quijote le dice que se acueste sin temor porque el que la toque será a el mismo a quien toque en la niña de sus ojos. Ordena a Sancho que le dé doscientos ducados de la maleta, después los recobrarán con creces cuando vayan a su tierra. Para enfado del criado que poco antes se le había ofrecido en las caballerizas por ocho cuartos. Le da cuatro cuartos con los que ella quedó contentísima y bien pagada por lo que no había trabajado. Aquella noche Sancho durmió amarrado a la maleta por si las moscas. 

Atravesada entre los párpados 

tengo una mujer,
secreta mujer

tan sol y tan luna

que abre mis ojos
y me obliga a ver


mi desventura y mi fortuna.

Serrat

 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
 

jueves, 4 de septiembre de 2014

Caballero andaluz





"Nosotros somos caballeros granadinos, y vamos a la insigne ciudad de Zaragoza a unas justas que allí se hacen"


El Quijote de Avellaneda 
Alonso Fernández de Avellaneda 
Capítulo I 

La primera preocupación del autor es tratar de resolver el conflicto del narrador, el origen del que procede la materia narrativa. El sabio Alisolán, veraz y moderno historiador de estirpe mora agarena, encuentra entre olvidados legajos antiguos la historia de la tercera salida de don Quijote para asistir a las justas de Zaragoza. Seis meses tienen al hidalgo  confinado en casa, amarrado el pie a una pesada cadena como si fuera un condenado a galeras. La buena comida y los cuidados de su sobrina Magdalena “lo volvieron poco a poco a su natural juicio”. Los libros que sus carceleros le endosan también ayudan a la liberación de la prisión, buena muestra de los peligros de la lectura de novelas en lectores impresionables. Tanto que se nos vuelve beato de misa diaria, rezo del rosario al atardecer y subida a los altares incluida. En su presencia ya nadie le llama don Quijote, sino Martín Quijada para no recordarle su pasado de caminante armado y aventurero. Aunque bien que se comentan sus conocidas peripecias para liberar a los galeotes y la penitencia en Sierra Morena para regocijo general. 

Magdalena muere de calenturas efímeras que en veinticuatro horas la mandan al otro barrio. Como consecuencia de su movilidad reducida, el cura le manda de sustituta una vieja harto devota para que lo atienda, le guise la comida y ya de paso los tenga al tanto de la evolución de lo suyo. 

Sancho acude a visitarlo. Comprueba que ya no lee libros de caballeros andantes sino de santos andantes descabezados que se dejan despellejar y asar vivos con tal de ganar el paraíso terrenal. Santos de chapa e imán. Las vidas de santos de muerte truculenta traen a la memoria de  Sancho una lectura que el muchacho de Pedro Alonso había leído el domingo anterior en el molino a una audiencia reunida a la sombra fresca de un fresno frondoso y espeso. Caballeros que abren rocas de un espadazo, bellas damas encantadas y “cuchilladas que parten hombre y caballo.” Escuchar el relato, recordar y levantar la mollera de don Quijote es todo uno e instantáneo. Eterno problema y difícil de atajar el de los libros que se prestan, desaparecen de las bibliotecas y no se devuelven. 



"Deben ir a la corte a negocios de importancia, pues su traje muestra ser gente principal"

Aparecen en escena cuatro hombres principales acompañados de un nutrido séquito, numerosas bocas que mantener para la pequeña aldea de Argamesilla. (Cuatro “por cierto” seguidos. Don Alonso Fernández de Avellaneda no debió releer el texto para tratar de corregir la muletilla también muy usada hoy en día, casi tanto como el adjetivo “brutal” en los escritos modernos de internet). Cuatro caballeros granadinos se dirigen a Zaragoza a ganar honra. Se dividen el alojamiento entre los dos alcaldes de la aldea, el cura y don Quijote. Uno por cabeza y con la intención de partir con la fresca para así evitar los calores del mediodía. Don Quijote les da de comer aves y palominos que guardaba en abundancia como buen hidalgo aficionado a la caza cuando la había. Uno de ellos es don Álvaro Tarfe, viejo conocido de Cervantes y de los lectores de la segunda parte de su Quijote. Proviene de reyes moros del antiguo reino de Granada. Va a Zaragoza porque así se lo ha pedido un serafín revestido de mujer: “El cual es reina de mi voluntad, objeto de mis deseos, centro de mis suspiros, archivo de mis pensamientos, paraíso de mis memorias y, finalmente, consumada gloria de la vida que poseo.” A la vuelta le llevará como presente alguna de las ricas joyas y preseas que ganan los vencedores. Se interesa por la filiación de una señora que merece tantos desvelos, por ver si son correspondidos. Dieciséis años de la hermosura más luminosa de toda Andalucía metida en un cuerpo pequeño. Don Quijote considera esta falta un defecto de tono menor. Señala que muchas damas lo remedian con un palmo de chapín valenciano bajo los pies. Jamás la belleza se vendió a granel, ni las piedras preciosas a paladas, contradiciendo a Aristóteles que proclamaba una disposición a “que tire a lo grande en la belleza de mujer,” mientras Cicerón se inclina por “una conveniente disposición de sus miembros.” 

Capítulo II 

Don Álvaro Tarfe observa a don Quijote cariacontecido, le inquiere sobre las razones de su ensimismamiento sobre todo a la hora de responder a las preguntas ad Ephesios, saliéndose por los cerros de Úbeda:  
“¿Está usted soltero o casado, Señor Quijada?” le pregunta don Álvaro. 
« ¿Rocinante? Señor, el mejor caballo es que se ha criado en Córdoba» contesta el hidalgo sin pies ni cabeza en la respuesta. 

Se presta el recién llegado a remediar en lo que esté en su mano, pues así como las lágrimas que salen por el venero de los ojos son sangre del corazón y alivia de la melancolía al que lo sufre cuando se cuentan las tristezas, también se alivia el que lo oye porque, como desapasionado, suele “dar el consejo que es más sano y seguro al remedio de la persona afligida.” 

"El no comer para los castraleones, que se sustentan del aire"

Don Quijote lo justifica diciendo que quien ha profesado en la orden de caballería y ha sorteado multitud de peligros, luchado con jayanes descomunales, magos malandrines, princesas encantadas y ha matado grifos y serpientes, peleado con rinocerontes y endriagos es natural que en los negocios de la honra se quede suspendido en la imaginación y entre en éxtasis. Lo que ahora le aflige es un asunto de amores. Se confiesa enamorado, herido por la saeta del hijo de Venus. Herida que únicamente Dulcinea puede sanar. 

El caballero andaluz se admira de que alguien que pasa de los cuarenta y cinco discurra por los caminos del amor, llenos de malas noches y peores días. Quiere saber el nombre de la mujer que merece y hechiza los ojos de don Quijote, debe ser una “Diana efesina, Policena troyana, Dido cartaginense, Lucrecia romana o Doralice granadina.” Dulcinea del Toboso a todas excede en belleza y en maldad. Imita en crueldad y fiereza a la inhumana Medea. Tigresa hircana. Extinto tigre de Tasmania.

El caballero granadino no conoce a Dulcinea. “No todos saben todas las cosas” le replica don Quijote ágil de reflejos, pero promete que su nombre será conocido en todos los rincones de España y del extranjero. Saca una carta que le escribe con más ternura que las enviadas por Petrarca a Laura, con poesía más heroica que Homero y Virgilio juntos y otra de respuesta de la dama. 

Sancho no guarda buen recuerdo del día de lluvia que fue a entregársela en mano. “¡Infernal torzón le dé Dios!” Lo recibió con una palada de estiércol de lo más curtido y remojado en los morros. Se le enredó en las barbas y tardó tres días en verle la cara. 


"Hijo Sancho, bien sabes o has leído que la ociosidad es madre y principio de todos los vicios, y que el hombre ocioso está dispuesto para pensar cualquier mal"

En la carta le declara su amor con desusado lenguaje arcaico. Fascinado por su belleza, se rinde a ella sin condiciones: “Si el amor afincado, ¡oh bella ingrata!, que asaz bulle por los poros de mis venas, diera lugar a que me ensañara contra vuestra fermosura, cedo tomara venganza de la sandez con que mis cuitas os dan enojoso reproche.” […] Le ruega que “si alguna desmesuranza he tenido, me perdonedes; que los yerros por amare, dignos son de perdonare.” Postrado de hinojos se despide de la emperadora. 

Don Quijote justifica el uso de la redacción antigua por un deseo de imitar con palabras lo que en actos intenta de Fernán González, Peranzules, Bernardo del Carpio y el Cid. Don Álvaro Tarfe se fija en la rúbrica del texto, aclarada con "El Caballero de la Triste Figura", Don Quijote de la Mancha." Explica su singularidad, se cambia el nombre por imitar a Amadís. El no plagia a nadie, su nombre es una deformación del Quijada que porta en su apellido. 

Ella responde que no quiere tratamientos de emperatrices ni de infantas. Su nombre es Aldonza Lorenzo o Nogales por tierra mar y aire. 

 -“¡Oh, hideputa! -dijo Sancho Panza-. ¿Conmigo las había de haber la relamida! A fe que la había de her peer por ingeño” Si de el dependiera le enviaría a vuelta de correo media docena de coces para que no fuera tan descarada y respondona. Si con el diera, le daría una coz más redonda que de mula falsa de fraile. 

Sancho se ofrece para quitarle las botas al noble invitado que se retira a dormir y poder aprovechar la fresca del amanecer. El padre de Sancho tuvo don. Fue Pedro el Remendón y murió de sabañones porque cada uno se muere de lo que quiere. Don Quijote y la vieja cuidadora entran en el aposento portando una bandeja de peras y una garrafa de vino blanco para agasajar a don Álvaro Tarfe. Sancho acepta quedarse en casa de don Quijote, es tarde y los bostezos menudean. Le confiesa a su escudero que se siente ocioso, que no cumple con el cometido de la orden de caballería y el tampoco con la lealtad de escudero que prometió. Sancho no quiere saber nada de guerreamientos que lo único que le trajeron fue la pérdida de su burro en su anterior salida. Don Quijote vence las reticencias del escudero prometiéndole que esta vez todo será distinto. Le comprará un asno fuerte, mucho mejor que el robado por Ginesillo. Llevarán dineros, provisiones y ropa abundante para cambiarse. Le pagará un jornal. 

 “No quiero dormir, sino velar, trazando con la imaginación lo que después tengo de poner por efecto,” expone nuestro hidalgo al ver al criado rendido de sueño. Al final de la noche se queda dormido después de darle muchas vueltas a quimeras imposibles y desvanecidas fantasías. 



 Dicen que tuvo un serrallo
este señor de Sevilla;
que era diestro
en manejar el caballo,
y un maestro
en refrescar manzanilla.
A. Machado/Serrat




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde antiguo su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.