jueves, 23 de octubre de 2014

Medallas que no gané. El Quijote de Avellaneda (6) Alonso Fernández de Avellaneda





"No es cosa nueva en semejantes regocijos sacar los caballeros a la plaza locos vestidos y aderezados y con humos en la cabeza"

El Quijote de Avellaneda (6) 
Alonso Fernández de Avellaneda 
Capítulo XI 

“Llegó pues el domingo en que habían de jugar la sortija para universal pasatiempo.” Los participantes en liza portan escudos o tarjetas blancas con versos escritos, mostradores del agudo ingenio que a cada uno le acompaña. La Calle del Coso ricamente engalanada para la ocasión, los ventanales repletos de bellas damas presentan el aspecto de las grandes ocasiones. Tres generaciones de reyes: Felipe II, Felipe III y el emperador Carlos V representados en otros tantos arcos, acompañados de generales fundamentales, brazo armado del imperio que extendieron su grandeza por tres cuartas partes del mundo conocido. El Duque de Alba, don Antonio Leiva y el invicto Juan de Austria, armado con todas las piezas como don Quijote, el bastón de mando en la mano y el pie derecho sobre la rueda de la fortuna con la siguiente inscripción: 
 El merecimiento insigne 
que te levantó en mi rueda, 
cual clavo la tiene queda. 

Los caballeros y demás participantes en el torneo, ordenados de dos en dos, entran en la calle al son de menestriles asalariados y trompetas. Gallardos mancebos los unos; recién casados los otros, la dama recién pintada en los escudos; todos elegantemente vestidos para la fiesta. Algunos enamorados, también celosos. Los hay ricos de patrimonio y gastadores de la hacienda, tan pródigos que están llenos de deudas. Rivalizan en ingenio a la hora de engarzar los versos más graciosos. 

Entra don Álvaro Tarfe en un bien rodado caballo cordobés. Don Quijote lo hace sobre Rocinante entre risas y silbidos. Lleva un pergamino de gran continente con el ave maría escrito en letra gótica antigua atado a la punta de la lanza. En la adarga este cuartete: 
Soy muy más que Garcilaso, 
pues quité de un turco cruel 
el Ave que le honra a él. 

Rocinante iba pacífico y manso en contraste con los caballos de los otros caballeros, lucidos con saltos, corcovos y caracolas delante de la que era señora de su libertad. A medida que el concurso avanza los caballeros van entregando los premios a sus damas, don Álvaro Tarfe da unos guantes de ámbar ricamente bordados a una doncella harto hermosa. El objeto de sus pasiones reside en Granada. 


"Tras éstos, entraron veinte o treinta caballeros, de dos en dos, con libreas también muy ricas y costosas y con letras, cifras y motes graciosísimos y de agudo ingenio"

Don Quijote acude en su turno, espoleando a Rocinante que corre poco más que a medio trote. Ni con esas, ni con la lentitud de su montura es suficiente para que acierte con el trofeo. El lanzón se le eleva media vara de la cuerda. También el segundo intento es fallido, media vara por debajo, pero Álvaro Tarfe le pone el trofeo en el lanzón para evitarle el sonrojo del fracaso por segunda vez. El granadino queda como caballero cuando nadie le ve. El hidalgo “tan ancho y vanaglorioso que no cabe en toda la calle.” 

Don Quijote se dirige al juez, más ancho que largo, con el trofeo; este le entrega a cambio dos docenas de agujetas grandes de cuero de a cuarto de real la docena y una invitación a cenar en su casa, para él y su escudero, junto al caballero granadino. Le informa a nuestro hidalgo que las cintas vienen de la India, hechas de pellejo del Ave Fénix para regalarla a la dama más desenamorada de los balcones. Decide entregarlas a una vieja honrada de más de sesenta años de edad acompañada de dos doncellas afeitadas, típicas de Zaragoza, pero ellas le dan con la puerta en las narices, “con la ventana en los ojos” para enfado de Sancho que la insulta de mala manera por el desprecio. Se queda con ellas, le vendrán bien para los zaragüelles, las suyas ya están llenas de nudos. Pero no son buenos tiempos para sacar tajada de tarjetas opacas. Pasa por allí “un mozo de harta poca ropa, no menos ligero de pies que sutil de manos”, coge el sueño de la mano, toma las armas de conejo y en cuatro brincos se evapora entre el gentío que abarrota la Calle del Coso. Dicho en román paladino: les birla las agujetas. 





-¡Oh, desventurado de la madre que me parió! ¡Oh, día aciago para mí, pues en él he perdido unas agujetas tan preciosas y las mejores de toda la Lombardía! ¡Ay de mí!


Sancho llora, se mesa las barbas por la pérdida de las mejores agujetas de toda la Lombardía. La cólera andantesca de su amo le atraviesa la garganta. Siente las costillas cruzadas por algún nudoso roble. Si se entera de que el culpable del robo es un pícaro, desafiará a toda la picardía. Se siente tan afligido que prefiere matarse a causarse tanto mal. Se despide de los más cercanos, del más valiente caballero de cuantos andantes cría el cierzo y la tramontana. Se despide de su amigo Rocinante que una vez respondió con arcabuzadas en sordo por no saber hablar ni entender romance. También de su pollino sin nombre, rocín de sus ojos. Así sigue con sus lamentos, guayas y tribulaciones hasta que el hambre le lleva a su amigo el cocinero cojo, que “más vale buitre volando que pájaro en mano” y hace mutis por el foro “ensartando más de cuarenta refranes a despropósito” y sin compás. 

Los sueños dicen la verdad corazón;
dímelo todo, miénteme, por favor;
yo sólo pretendí
comer reina con alfil.

Pídele cuentas a la pura verdad
que no se pringa, que no tiene piedad;
yo sólo me colgué
medallas que no gané. 
Joaquín Sabina

 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
 

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Pues fíjate que en este viene pero que mejor que nunca tu Sabina...

la seña Carmen dijo...

Se ensaña Avellaneda con los refranes de Sancho, sin embargo, se olvida de que su Quijote, al igual que el otro y otros personajes, también dicen los suyos.