jueves, 23 de marzo de 2017

A sangre y fuego. La Columna de Hierro. Manuel Chaves Nogales. Duelo salvaje.






"Encontró al borde del camino los cadáveres de dos hombres que habían sido fusilados por la espalda. Estaban cogidos de las manos fraternalmente."


A sangre y fuego 
Héroes, bestias y mártires de España. 
La Columna de Hierro. 
Manuel Chaves Nogales 

La Columna de Hierro es un relato complejo, una trama bien trazada que se enreda y crece en la verdad universalmente aceptada de que en una guerra o matas o dejas de vivir. El relato huye de la división entre buenos y malos, todos están empeñados en mandar e imponer la idea propia aunque sea a martillazos y cuando se estorba al dominante, sucede el fusilamiento como le pasa en la historia a los que se organizan para defender a los presos. Es reseñable también el toque de humor cervantino que acompaña la tragedia: Jorge, el piloto inglés que se pasa borracho la mayor parte de la historia, que se viene a España voluntario a matar al dragón fascista y se encuentra con una locura de fuego y sangre, un laberinto incomprensible de pasiones suicidas. Sobrepasado por el galimatías hispano de la guerra entre facciones. Pero, ¡ojo!, entiende que la disciplina es indispensable y al final será el justiciero vengador desde el aire. 

Los hechos luctuosos ocurren en la huerta valenciana, la tierra de Blasco Ibáñez poblada de naranjas redondas que quitaron mucha hambre en la guerra y la postguerra. Una de las zonas más ricas de España por la bondad del clima mediterráneo y la varias veces centenaria y acertada gestión del agua durante los meses de escasez. Los enrevesados cruces de caminos y senderos estrechos que curvean los campos de naranjos, las huertas feraces, las acequias y frutales es la tumba de la funesta Columna de Hierro. La Columna de Hierro es una cuadrilla de unos ciento cincuenta hombres armados hasta los dientes que siembran el terror en la retaguardia de la zona roja. Los hombres y mujeres de la tierra, gente de campo, huertanos bregados de manos encallecidas por horas de azada para arrancarle el fruto a la tierra: gente cabal de una sola palabra, acostumbrada a negociar las horas y la cantidad de agua para la huerta, fieles a la república, le cantan las cuarenta a los más revolucionarios que nadie. Le plantan cara a la justicia revolucionaria que mata en nombre del pueblo. 

La historia es un ejemplo claro de la guerra dentro de la guerra en el lado republicano y la eterna disputa entre republicanos, socialistas y comunistas por un lado y ácratas, anarco sindicalistas y trotskistas por otro. Los primeros defienden que es necesario dedicar todos los recursos para ganar la guerra y los otros apuestan por hacer la revolución, imponer su régimen aprovechando la debilidad del gobierno y hacer la guerra por su cuenta en la creencia de que el pueblo que quede después de las purgas les será sumiso. 






"Se mantuvo enhiesta mientras las demás se aplastaban contra la tierra."

En efecto, unos quince o veinte hombres armados y vestidos con chaquetones de cuero, gorros de piel con orejeras y aire de conquistadores irrumpen en el music-hall durante la actuación de una cupletista desnuda al grito de ¡Viva la Columna de Hierro! Jorge, el inglés de ojos claros, tristes como un perro resacoso, pasa las horas de permiso borracho como una cuba. 

La Columna de Hierro está formada por desertores de los frentes de Huesca y Teruel. Recorren los pueblos del Reino de Valencia sembrando el terror, dedicados al pillaje y destrucción. La mayoría de ellos son ex presidiarios,  parroquianos asiduos de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona. Acogidos entre los pliegues de las banderas rojinegras de la FAI, se unen a las columnas de voluntarios que en los primeros momentos se echan al frente entusiasmados a defender la república. Una vez que se estabilizan los frentes, los líderes no tienen más remedio que sacrificar la utopía libertaria y convertirse en fuerzas disciplinadas, sometidas a la jerarquía. El mismo Durruti se convierte en un dictador implacable e inflexible con los desertores de su columna. Se le oye decir: “Para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.” Más pronto que tarde desaparecen de su tropa los que acuden al olor del botín. 

Uno de los destacamentos que se desgaja de la disciplina es la Columna de Hierro. Al principio son sólo unas pocas docenas de hombres, pero poco a poco se van uniendo más desertores y criminales que asolan la zona y se atreven a asaltar Castellón y Valencia entregándose al saqueo. 

La gente que llenaba el music hall se escabulle por las puertas de salida al ver la algarabía. Sólo quedan dentro el inglés borracho y Pepita la tanguista que se le arrima al calor de las libras esterlinas más valiosas que las pesetas republicanas. El Negus, uno de los subalternos del Chino, cobra en sordo. El inglés justiciero lo tira patas arriba de un puñetazo en la mandíbula poblada de barbas al intentar propasarse con una de las bailarinas. En vista del estropicio inesperado, el Chino le ofrece un sitio en la cuadrilla si lo que quiere es matar fascistas. Jorge acepta la invitación y se va con ellos, lo cargan en la caja del camión a dormir la mona y Pepita lo sigue. 

Desde la batea del camión cubierta por una lona Pepita escucha las disputas con los integrantes de los comités revolucionarios de las localidades por las que pasan. Los expedicionarios siempre los acusan de ser demasiado condescendientes con los contrarrevolucionarios. Consideran que los fascistas siempre se valen de compromisos y relaciones familiares para librarse del paseo. A mediodía llegan a Benacil. Allí los detienen en un parapeto. En Benacil gobierna un comité revolucionario mandado por Pepet, un republicano antiguo, huertano viejo y Tomás de secretario, afectado de retórica marxista. Afirman que no queda ni un fascista suelto, los han encerrado a todos. El orden del gobierno republicano funciona. Los hombres de la Columna de Hierro exigen el control de los presos y la entrega de las armas. No se ponen de acuerdo, pero los forasteros maniobran y llegan al centro del pueblo desierto. Descargan al inglés terciándolo a los hombros como un costal de trigo mientras que los miembros del comité discuten la nueva situación. Tomás, socialista, apuesta por hacer frente a la columna, los extirparán como hicieron con los fascistas. Piensa que esta gente es la mejor propaganda del fascismo. “Los pueblos por donde pasan esos bandoleros se tornan fascistas. Esos canallas son los mejores propagandistas de Franco.” 




“La vieja fe democrática tenía aún sus defensores.” 


Pepet señala que si no son capaces de detener a esa horda de asesinos, él se va a casa a esperar que lo degüellen las tropas de Franco. Pero no se resignan, van a luchar por la democracia y su república. Parten los emisarios en alpargatas a avisar a los huertanos de las alquerías y barracas. 

No resulta fácil convencer a su gente de que ahora tienen que luchar contra los que hasta entonces han sido sus compañeros de viaje revolucionario, pero la disciplina comunista y el fanatismo hacen milagros. Lucharán contra los ácratas con el mismo fervor que contra los fascistas. Ambos son enemigos de la dictadura del proletariado. 

En la cárcel se prepara la tremolina. Allí se presenta la Columna de Hierro a impartir la justicia revolucionaria: ejecutar a unos y liberar a otros. Oleadas de huertanos milicianos asedian a los forasteros bandoleros en la cárcel. Durante el fragor de la balacera, Jorge se une a ellos para luchar contra los fascistas que resultan ser los mismos que le transportaron la víspera en el camión. Los presos aprovechan la confusión para escapar con la ayuda de Pepita. A Jorge no le parece mal, ya los matarán luchando contra ellos noblemente en el campo de batalla. El Chino consigue escapar de la ratonera con la ayuda de Pepet y Tomás,  usados como escudos humanos. Luego los fusilan. Pepita sigue con la columna de los anarquistas. Los azuzará para que sigan matando en la creencia de que así los pueblos reaccionarán y se harán fascistas como mal menor. Así servirá a su causa. Se separan porque el inglés ha venido a España a matar fascistas y termina matando antifascistas. Respondiendo a la llamada del gobierno para acabar con las bandas armadas como la Columna de Hierro, un día los caza como a conejos desde el avión. Eso sí, el último disparo fue para Pepita, la fascista.

Lucha de gigantes 
Convierte 
El aire en gas natural 
Un duelo salvaje 
Advierte 
Lo cerca que ando de entrar 
En un mundo descomunal 

Siento mi fragilidad
Nacha Pop




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 16 de marzo de 2017

A sangre y fuego. La gesta de los caballistas. Manuel Chaves Nogales. Disparar balas de hielo.




"Crecían la violencia del ataque y la desesperación de la defensa"

A sangre y fuego
Héroes, bestias y mártires de España.
La gesta de los caballistas.
Manuel Chaves Nogales

La calamidad ha comenzado, Sevilla es la capital de la zona nacional durante los primeros momentos de la contienda. Los rebeldes echan el resto en la capital hispalense visto el fracaso de la revuelta en las principales ciudades españolas. Los militares a las órdenes de Queipo de Llano se hacen con el control de la ciudad, allí se han refugiado los señoritos y las gentes de derechas de la provincia. Las tropas de África ya están en la ciudad y se disponen a sofocar la lucha de los fieles al gobierno y de los revolucionarios de las zonas rurales que no se rinden.

El señor marqués y sus tres hijos, grandes como castillos, han reunido a cuarenta operarios del cortijo con armas y monturas en el patio del caserío para hacer la guerra antigua por su cuenta. Esperan nerviosos a que termine la misa de los señores. Dentro huele a alhucema quemada por el sacristán, Oselito, en el incensario. No hay niños ni mujeres de los amos en el cortijo, están en Biarritz, Cascáis o Gibraltar desde antes de la guerra. Allí solo queda la tía Conchita que a sus setenta años ya no le teme a nada ni a nadie porque ya le queda poco que perder. Las mujeres lloriquean desde la cocina cuando despiden a los hombres a caballo al grito de Viva España, secundado por un rotundo y Viva la Virgen del Rocío que el “pae Frasquito” lanza al aire al ser de la partida a última hora. La espada y la cruz.

De Sevilla dañada han salido camiones cargados con un centenar de regulares y moros y otro ciento de legionarios africanistas acostumbrados a matar para seguir viviendo. La limpieza étnica e ideológica como sistema de intimidación. Ellos son los señores del aire, los que reparten credenciales de supervivencia, apto o no apto para respirar. Una evaluación continua. Más atrás de las tropas motorizadas viene el Algabeño a caballo, rodeado de su cuadrilla y de los mejores caballistas de la aristocracia sevillana, cuando tener caballo era como tener un yate grande. “Las nubes blancas y redondas caminaban por el azul al mismo paso lento de la cabalgata.”



"Y así iba cumpliéndose por casas, calles y plazas, la horrenda justicia de la guerra."

Se dice que entre los cabecillas rojos está Julián, hombre de ideas y maestro de Carmona que estudió con Rafaelillo, hijo pequeño del marqués, como le señala uno de los criados que cabalga a su lado. Los rojos tienen una idea por la que luchar y morir. En cambio ellos son una fuerza de aluvión, como le pase algo al marqués, desaparecen. Como suele pasar con los acólitos de los dictadores, como pasó en España a la muerte del dictador, excepto en Cuba y Venezuela que ahí siguen agarrados al clavo ardiendo del ataúd del dictador para seguir mandando, incansables  como las pilas recargables…

Llegan al caserío de la Concepción, desvalijado, sin rastro de opositores. Los moradores han huido. Una ternerilla desjarretada enciende la ira de Jose Antonio el mayoral. La sacrifica para que deje de sufrir. También lo hace con el gitanillo que llevaban preso. Como Hitler animalista que amaba a sus mascotas, pero no le importó desbaratar una cultura milenaria, ni despenar a millones de seres humanos que le estorbaban para que dejasen de sufrir.

El miedo a las represalias había despoblado la campiña. Al mediodía llegan a Villatoro, también desierto. De algunas ventanas y balcones cuelgan banderas blancas de rendición. Los maderos negros de la techumbre de la iglesia humeantes todavía. Un hombrecillo desdentado de tez amarillenta les grita: ¡Arriba España! Y llora de alegría a los salvadores. Él les informará de todos esos hipócritas que ahora levantan la mano extendida al cielo cuando hace apenas veinticuatro horas le metían el puño cerrado por la boca. “Con la crueldad feroz del hombre que ha tenido miedo,” escondido y sabedor del peligro de estar detrás de las líneas enemigas. De la limpieza ideológica se encargarán los falangistas transportados en los camiones que en ese momento rugen por las calles desiertas del pueblo. Ellos son hombres de acción, fuerzas de choque que van a la búsqueda de bandas armadas. Las encuentran en Manzanal. Los rojos les tienden una emboscada en las calles del pueblo. Llegan al Ayuntamiento diezmados. La mitad de la expedición montada y sus cabalgaduras cae bajo el fuego enemigo. Las otras dos docenas se parapetan en el Ayuntamiento. Rafael y Julián dialogan, pero después de tantas muertes ya están envenenados, el pacto es imposible. Se matarán a mansalva, hablarán las armas hasta enmudecer. Dinamitarán el Ayuntamiento aunque dentro estén sus mujeres y sus hijos. Morirán como perros. Ni un paso atrás, el marqués y los suyos dispuestos a morir en una defensa desesperada, calarán la bayoneta y lucharán cuerpo a cuerpo. "Las batallas no se ven. Se describen luego gracias a la imaginación y deduciéndolas de su resultado. Se lucha ciegamente,  obedeciendo a un impulso biológico que lleva a los hombres a morir.En plena batalla no hay cobardes ni valientes.” Vencen los mejor armados, los que se han preparado mejor para matar en la guerra.


"Y aún tuvo alma para levantar la cabeza y seguir adelante."

Así ocurre en esta batalla que ganan los entrenados para luchar y salvar el pellejo. Llegaron los camiones cargados de regulares, legionarios y falangistas que levantan el cerco. Entre las fuerzas llegan también los caballistas mandados por el Algabeño, pintorescos guerreros representantes de otra época. Los toreros no son marcianos y los había de todas las ideologías, diestros y siniestros. Recuerden si no a los dos banderilleros anarquistas que fueron fusilados junto a García Lorca y al maestro Diosdoro Galindo. La resistencia solo sirvió para generar más encono en la máquina de guerra. Se combatió calle a calle, casa por casa y cuerpo a cuerpo con la bayoneta calada. La lucha fue dura y las represalias feroces. A los que no fusilaron en el acto, los llevaron presos a Sevilla. Entre ellos va Rafael porque sospechan que pretendía dejar escapar a Julián, el maestrito de Carmona. El destino de los dos antiguos compañeros de estudios fue diferente. A Julián le dan el paseo y a Rafael lo volvemos a ver una tarde al oscurecer en un hotel de Gibraltar, enredando la vida por la parte habitable del mundo, sintiendo en sus carnes el estigma de ser español, igual que si pesara como un agravio.

Me acusas de no dar nunca la cara 
Me acusas de escupir mirando al cielo 
Me acusas de que mi arma no dispara 
más que balas de hielo
Joaquín Sabina / Leiva



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 8 de marzo de 2017

A sangre y fuego ¡MASSACRE,MASSACRE! Manuel Chaves Nogales. Copias asesinas.





"Se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro"


A sangre y fuego
Héroes, bestias y mártires de España.
¡MASSACRE, MASSACRE!
Manuel Chaves Nogales

Los primeros meses de la Guerra Civil son terribles. El golpe de estado del dieciocho de julio es un fracaso en la mayoría de las ciudades, las más populosas, las más industrializadas y prósperas permanecen fieles al gobierno y a la República. El triunfo del levantamiento de las tropas de guarnición en África, donde están las mejor pertrechadas y aguerridas, es clave en el devenir de los primeros momentos de la guerra. Franco cuenta con ascendente entre ellas porque allí transcurrió la mayor parte de su carrera militar. La tibieza y lentitud en la respuesta del gobierno permite el traslado a la península de esas fuerzas que inmediatamente emprenden la marcha sobre Madrid sembrando a su paso el terror en la retaguardia. Al mismo tiempo, otras columnas de tropas voluntarias parten de diferentes lugares rebeldes. La práctica de tierra quemada que usan provoca la reacción. Nadie se da mus y se entra en una espiral de violencia extrema imposible de parar.

Massacre es un reflejo en seco de ese círculo de ensañamiento  violento, aún con escasa intervención extranjera porque no había habido tiempo material de ponerla en marcha. Los levantiscos derrotan a las tropas gubernamentales en la sierra norte madrileña. Las columnas africanas se acercan a Madrid que queda sitiada por el norte, oeste y el sur. Únicamente el corredor del este le queda a los madrileños como vía de escape. Madrid recurre a la épica, el cojonudismo hispano que resiste atrincherado al grito del “No pasarán,” gracias al ingente trabajo de pico y pala de la población - verdaderos peones de brega - para defenderla. De villa y corte a checa en poco tiempo.

La guerra trastorna el orden de las costumbres diarias como ninguna otra cosa. Los pájaros de hierro que a menudo son recibidos con alboroto por los niños y templados saludos de los mayores, se vuelven indeseables aves de mal agüero porque en su vientre viaja una carga macabra de muerte y destrucción. Para las gentes de Madrid, tan habituadas al reparto de la suerte, un bombardeo es una lotería en la que el premio consiste en librarse de la metralla. Siempre cae lejos, nunca toca.



"En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz"

Debido a la superioridad nacional en el aire, el azar cada vez es más pródigo, cada vez se tienen en la mano más papeletas para que te toque. Las bombas siempre hacen carne. El subsuelo de Madrid se puebla de habitantes de la superficie en cuanto suenan las sirenas de la policía anunciando aviones cargados de bombas.

En Madrid funciona la Escuadrilla de la Venganza, formada por milicianos de primera hora, camisas viejas que se echan a la calle a rendir el Cuartel de la Montaña el día del levantamiento. Después marchan al frente con la moral alta a batirse contra el ejército de Mola en la sierra. Regresan envenenados de la crueldad primaria del “que padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que da la medida de la crueldad.” El escarmiento, la medida de la réplica. Estos milicianos íntimamente aterrorizados quieren proyectar el terror experimentado en el resto de la sociedad. Amedrentan al gobierno e imponen un régimen de terror a las organizaciones sindicales y partidos políticos. La mayoría de ellos son huidos del frente que se refugian en los sistemas de control de la revolución, recelosos de la lealtad de las fuerzas de seguridad del estado. Ungidos de justicia revolucionaria, decretan los crímenes útiles para la causa. 

Enrique Arabel es el jefe de la siniestra Escuadrilla de la Venganza. A su lado camina Valero, comisario político comunista que tiene encomendada la misión de controlar esa fuerza “sin freno en sus pasiones e instintos que, en nombre del pueblo y valiéndose del argumento decisivo de sus pistolas, sembraban a capricho el terror.”

Una joven denuncia al comandante de artillería en activo, Eusebio Gutiérrez, por fascista. Se desencadena la venganza, la revancha por los bombardeos sobre Madrid. Detienen de noche al comandante en una casa de baja nota tratando de huir de las represalias. Hay miles de madrileños viviendo con esta angustia permanente. Suponen que están organizados en lo que Mola llama la quinta columna que se unirá a las otras cuatro que marchan sobre la capital. Actuarán desde dentro como un caballo de Troya como asegura la propaganda de los fascistas. Esa misma noche lo fusilan en el kilómetro nueve de la carretera de La Coruña.

Arabel afirma que en Madrid hay miles de militares retirados y todos fascistas. Como ahora están desconfiados, escondidos y recelosos, será dificultoso y costoso detenerlos uno a uno. Idea tenderles una trampa. Los convoca a todos a una reunión en el Ministerio de Hacienda con la excusa de cobrar la paga: fascista el que no asista. Ese día detienen de una tacada a unos quinientos. Habrían sido más de dos mil si el gobierno no advierte de que ellos no han convocado a nadie. Entre los detenidos se encuentra Mariano Valero Hernández, padre de Valero y militar de graduación ya retirado. Cuando Arabel le propone salvarlo del paseo, Valero no accede al chantaje. Si es fascista, que lo pague. Valero sabe que Arabel se dedica al tráfico de detenidos.



"muertos y heridos confundidos, en su mayor parte mujeres y niños, se alineaban en el suelo esperando inútilmente a que los médicos y practicantes pudieran, al menos, reconocerles." 


Valero se echa a la calle a darle vueltas a la situación y el autor nos regala un valioso retrato del centro de Madrid durante los primeros días de guerra. Las calles atestadas de gente que desaparecen al oscurecer coincidiendo con el cierre de las tiendas. Valero se refugia en una taberna en la que suele comer y cenar. Por allí pasan Alberti, María Teresa León con su pistola al cinto, Bergamín y el poeta francés André Malraux, desbaratado y escuálido, jefe de una escuadrilla de aviones incapaces de defender la capital de los ataques por aire de los aviones nacionales. Vaga por las calles y se dirige al convento donde está su padre encarcelado. Le ofrece su ayuda, pero él no quiere nada. Se lamenta de haberse sacrificado toda la vida para darle educación y universidad y el hijo le sale comunista. Mientras tanto la aviación enemiga, que campa a sus anchas por los cielos de Madrid, hace un bombardeo a granel que causa unas quinientas muertes en veinte puntos distintos de la ciudad. En seco y sin avisar, los aviones arrojan bombas indiscriminadamente pillando desprevenida a la población. Una cae en una cola de mujeres que guardan la vez para comprar huevos. Provoca una escabechina de seis u ocho mujeres.

Las cuadrillas de la venganza rumian una reacción pavorosa: el asalto a las cárceles. “Massacre, massacre” grita con voz nueva la ancestral crueldad del celtíbero. Los hombres de acción se aprestan a la venganza. Arabel y Valero se dirigen a la cárcel de San Román, allí separan a ciento veinticinco militares de graduación y esa misma noche los fusilan. Antes hay un intento desesperado de Valero por ganarlos para su causa porque se necesitan militares profesionales en el frente a cambio de la vida, pero lo rechazan. Ni uno solo que honre el uniforme ni la lealtad debida al gobierno, ningún intento de detener el círculo vicioso de la violencia. El fuego descontrolado puede seguir su devastación, a nadie parece interesar hacer un cortafuegos.

En el parte oficial del día siguiente se consignan doscientas veintidós bajas a consecuencia de los bombardeos. Obran los nombres y apellidos de un centenar y “los ciento veinticinco cadáveres restantes no han sido identificados.”


Pobre del cantor que fue marcado 
 para sufrir un poco y hoy está derrotado. 
 Pobre del cantor que a sus informes 
 les borren hasta el nombre con copias asesinas. 
 Pobre del cantor que no se alce 
 y siga hacia adelante con más canto y más vida.
Pablo Milanés



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.