sábado, 29 de diciembre de 2018

Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Vicente Blasco Ibáñez. Grito de guerra.




"El valenciano Blasco Ibáñez es fuerte, enérgico, sencillo como un árbol, lleva como esencia de su tierra, y en el rostro el reflejo de un atávico rayo morisco"
Rubén Darío. 
Dibujo de Ramón Casas propiedad del Museo de Arte Moderno de Barcelona

Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Vicente Blasco Ibáñez

Enredarse en la búsqueda de algo sobre la biografía de Vicente Blasco Ibáñez es como ver una película de acción trepidante. Nada es de extrañar que los críticos de diversas épocas no se pongan de acuerdo y duden en el intento de clasificarlo en la historia de la política, el periodismo o la literatura española, porque de todo fue y de todo quiso ser el número uno, “el puto amo” que diría un castizo. A menudo se le ha catalogado como una especie en sí mismo, un ejemplar único que resiste etiquetas, quizás porque su cosmopolitismo casa mal con el retraimiento nacionalista de sus compañeros de generación, dolidos por la humillación de Cuba y el hundimiento de todos los barcos con honra ante el poderío emergente del imperialismo yanqui. De hecho ha permanecido el blanquismo como una forma de hacer política, como se habla del gilismo o del torerismo y el torismo en la fiesta de los toros en la que no se pone el sol.

 Vicente Blasco Ibáñez nace en Valencia en 1867 y muere en Menton (Francia) en 1928. Su paisano Joaquín Sorolla, pintor valenciano ilustre, desarrolla sus capacidades para plasmar la luz y la riqueza ornamental entre 1863 y 1923. Unamuno da el primer llanto en la calle Ronda del barrio de Las Siete Calles de Bilbao en 1864, Valle Inclán en 1866, Pio Baroja y Azorín no verán la niebla  hasta 1872 y 1873 respectivamente. Emile Zola tenía ya veintisiete años y Gustave Flauvert ya había escrito Madame Bovary (1856) y Salambó (1862), por citar dos de sus influencias y referentes reconocidos por él mismo. Nace en un momento de crisis, de grave inestabilidad política por la pugna entre liberales y conservadores y la tercera Guerra Carlista (1872-1876). Las lecturas de adolescencia le van perfilando su visión del mundo y de la sociedad del momento. Sus primeros relatos escritos en valenciano aparecen publicados en una revista local en 1883. Vicente Blasco Ibáñez se decanta en política por la democracia, el federalismo y la república. Vive y trabaja en Madrid durante parte de los años 1888-1890. Regresa a Valencia y ese mismo año tiene que huir a París por haber escrito algunos artículos encendidos contra Cánovas y por su activismo político contra el gobierno. En París sigue escribiendo, desde allí manda artículos más atemperados que revelan madurez y la fluidez creciente de su estilo y tono literario que continuará durante toda su carrera periodística.

De vuelta en Valencia, de regreso a los naranjales, funda el diario El Pueblo. Estamos en 1894 y el periódico dura hasta 1906. La vida de Blasco Ibáñez y su criatura van unidas, estos años coinciden con los años de mayor fecundidad literaria y periodística, también de compromiso político. Gracias al periódico es siete veces elegido diputado. Allí publica sus mejores novelas por entregas, como era costumbre en la época, durante los años de entre siglos: Amor y tartana, 1894; La barraca, 1898; Cañas y barro, 1905. El Pueblo es el trampolín que le abre horizontes a empresas de mayor calado. En él se refleja la pluma afilada de un luchador incansable, perseguidor implacable que se corresponde con ser perseguido y que le conduce a la cárcel varias veces por sus ideas enemigas de la monarquía que identifica con la opresión. Se confiesa revolucionario: “Soy un propagandista, un modesto sembrador de rebeldías contra lo existente, un enamorado de la revolución”. En 1909 viaja a América. En Buenos Aires es recibido como un héroe. Ahora sólo reciben así a los futbolistas que ganan copas. Desengañado de la inutilidad de los políticos, cansado de batallar, hastiado de los insultos, mentiras y ataques furibundos contra su persona se retira de la política.




La época aparece dañada por la pugna entre aliadófilos y germanófilos. El encontronazo se manifiesta en una lucha de propaganda que echa la culpa al otro de la carnicería de las trincheras donde se entierra una generación completa de jóvenes europeos, semilla que germina en los nacionalismos radicales y el comunismo más excluyente. La propaganda hace un trabajo de blanqueo que justifica la masacre de corazones inflamados de patriotismo. Blasco Ibáñez, conocido germanófobo, simplifica la complejidad del conflicto dividiendo de forma maniquea a los contendientes de la Primera Guerra Mundial en buenos y malos. En esencia, en sus reflexiones hay un victimario supremacista y víctimas humilladas, siempre se defiende mejor la idea desde el victimismo. La cuestión es que ellos lean lo que uno escribe, por eso huye de complejidades que hagan reflexionar, también es un arte saber crear literatura digerible, fácil de consumir. 

Escribir siempre es difícil, hacerlo y que además te lean es un milagro sólo al alcance de los elegidos. Blasco Ibáñez escribe Los cuatro jinetes del Apocalipsis en París con los alemanes a unas docenas de kilómetros de la ciudad en situación precaria, azotada por las penalidades de la guerra: frío, hambre, ausencia de servicios públicos esenciales dados por supuesto en tiempos de paz como la recogida de la basura o la limpieza de las calles. Todo para ganar la guerra y la banda sonora de una música monótona de cuatro pianos tocados por cuatro aprendices desde primeras horas de la mañana en su bloque de viviendas. Blasco vive en París durante toda la Primera Guerra Mundial. París es la retaguardia, pero está mucho más cerca del frente que otros que escriben de oídas desde sus lugares seguros, alejados de las bombas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se publica en El Heraldo de Madrid a lo largo de 1916 sin mucho éxito. Ya había dejado de existir su portalillo tal como él lo concibió y le dio vida, El Pueblo. Ese mismo año comienza su éxito mundial en libro de papel.

Blasco Ibáñez demuestra que está bien armado intelectualmente, que conoce los fundamentos teóricos que justifican el militarismo de unos y otros. Refleja en Los cuatro jinetes sus conocimientos y lecturas sobre las corrientes intelectuales que preocupan como el marxismo, el darwinismo o el cristianismo; explora los diferentes campos y lo explica con habilidad para caracterizar a los personajes que hilvanan el relato, no sólo los personajes principales, también los secundarios de calado como el ruso Tchernoff o el español Argensola. En general los personajes hablan a quemarropa, los argumentos que defienden están cargados de sectarismo y carencia de inteligencia. Defienden sus tesis como una verdad revelada. Vendedores de pócimas milagrosas dispuestos a morir por la idea como héroes envilecidos y sobrepasados por los acontecimientos.

El autor usa la conocida estructura narrativa de contar el pasado hasta un punto, en este caso la cita del protagonista, Julio Desnoyers, con Margarita, para después avanzar la historia narrando el presente en guerra desde ese momento en adelante.




"No es una guerra como las otras; con enemigos leales: es una cacería de fieras..."
Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Alberto Durero.

Julio Desnoyers es un joven pintor argentino de veintisiete años (la edad en la que mueren los roqueros que dejan un bonito cadáver) que vive en París. Tiene una cita con Margarita a las cinco (en sombra) de la tarde en los jardines de la Capilla Expiatoria. Está recién llegado en barco de Buenos Aires y han pasado cinco meses desde la última vez que se vieron. París había pasado de “una primavera tímida y pálida, empezaba a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las ultimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos” a pertenecer al verano.

“Todo París habla de la posibilidad de la guerra”. Allí cuenta con la ayuda de su fiel escudero español Pepe Argensola, “mezcla de amigo y de parásito”. Él es optimista, las cosas se arreglarán como otras veces, la gente no es tan bestia como antes. “Las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto”, se dice a sí mismo para espantar el malaje de la guerra. Además, acaba de atravesar el océano en un barco de bandera alemana, veinte días de agua sin tregua. El barco es un ensayo sobre la concordia en un mundo pequeño, en escala reducida, en el que conviven sin matarse gentes y animales de variadas razas y nacionalidades. Incluso celebran el rito de la sagrada bandera el catorce de julio francés. Había que ver a los súbditos del káiser festejando la revolución, la guillotina de los monarcas y cantando La Marsellesa como  un coro de agradadores ingenuos.

Para que haya narración, tiene que haber alguien que narre la historia. En Los cuatro jinetes del Apocalipsis esta función la cumple un narrador en tercera persona sin complicaciones que recorre los distintos escenarios por los que transcurren los hechos protagonizados por tres generaciones de la familia Desnoyers. El autor narra la parte final de la novela, la guerra cruda, mediante un viaje del padre, Marcelo Desnoyers, al corazón de los acontecimientos bélicos durante la batalla del Marne, seguramente para compensar un poco la deserción de sus deberes patrióticos al tomar las de Villadiego en la guerra de 1870. La espeluznante narración de los horrores de la guerra es, a mí juicio, la parte más pedagógica de la historia. Los campos teñidos de sangre seca, la carne talada de las docenas de miles de soldados usados como carne de cañón por los señores de la guerra, señores feudales de horca y cuchillo dispuestos a cambiar la historia a bombazos pone a los lectores a reflexionar. Una historia de amor secundaria y sin final feliz se diluye en las trincheras embarradas de la Primera Guerra Mundial. 



 Un clarin se oye 
peligra la patria 
y al grito de guerra 
los hombres se matan 
cubriendo de sangre 
los campos de Francia
Carlos Gardel




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.




jueves, 13 de diciembre de 2018

Cien años de soledad (12). Gabriel García Márquez. Cuando te vas.





"Todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora"


Cien años de soledad (12) 
Gabriel García Márquez 

El matrimonio entre Aureliano Segundo y Fernanda del Carpio está a punto de naufragar a los dos meses de casarse. Cuando ella se entera de que él se ha hecho una foto con Petra Cotes vestida de reina de Madagascar, le entran los siete males de los celos, hace los baúles y se vuelve a la ciénaga. Aureliano Segundo tiene que prometerlo todo y abandonar a la concubina para que ella vuelva con el corazón herido y las maletas. Petra Cotes no muestra signos de preocupación porque él la abandone, ya volverá. Adopta la postura de una fiera en reposo. Conoce su fuerza porque ella lo hizo hombre, lo sacó del taller de Melquiades y lo moldeó a su gusto, como un ser vital y desabrochado, propenso a la juerga permanente y al despilfarro. Al calor de la parranda organizada por los amigotes la coronan soberana vitalicia de Madagascar. Ella experimenta el placer frío de la venganza consumada al tenerlo postrado a sus pies momentáneamente. Organiza un plan de espera sin desesperación; ante la resistencia masculina ella aparenta sumisión de pobre mujer abandonada, digna de lástima. 

Aureliano Segundo comprende pronto que Fernanda es una mujer perdida para el mundo; viene de una ciudad cerrada por cuyas calles aún traquetean las carrozas de los virreyes y el aire muere en los cipreses altos de los patios. No sale de su casa hasta los doce años cumplidos para entrar en el convento. Los padres venden hasta el colchón para pagar los gastos de una educación de reina durante ocho años seguidos. Cuando regresa de la burla del carnaval de Macondo, llora desconsoladamente encerrada en su cuarto hasta que Aureliano Segundo la encuentra, siguiendo el rastro del oficio de sus padres: tejedores de palmas fúnebres y su perfecta dicción del páramo, extraviado por desfiladeros de nieblas y laberintos de desilusión. El encuentro es para ella la fecha de su nacimiento; para él significa el principio y fin de la felicidad. 

Fernanda trae consigo un calendario con los días hábiles para el contacto sexual anotados. No pasan de cuarenta y dos al año una vez descontados los domingos, las fiestas de guardas, los primeros viernes, los sacrificios y los impedimentos cíclicos. A Aureliano le queda la esperanza de que el tiempo que todo lo cura, acabe por romper la alambrada hostil. No le permite el primer acercamiento hasta dos semanas después. En lugar de los pantalones de lona de velero que Úrsula había llevado al lecho nupcial, Fernanda, la mujer más bella de la tierra, se pone un camisón blanco, largo hasta los tobillos y mangas cerradas hasta los puños, “con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado a la altura del vientre”. Sólo con la fiebre de la reconciliación cede a los apremios varoniles, pero no consigue el reposo que Aureliano Segundo sueña cuando va a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios. 





"Se dolió de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el último vestigio del régimen conservador"


Aureliano Segundo admite que visita a Petra Cotes, pero sólo para que sigan pariendo los animales. Fernanda lo acepta, finge que no conoce la realidad, con la condición de que no muera en la cama de la otra. Así se asienta el trío, sin estorbarse, durante años y años. 

Amaranta se incomoda con Fernanda por la dicción perfecta, esmerada, el uso de eufemismos políticamente correctos, el odioso lenguaje inclusivo para todo. Ella le habla en jerigonza:  
-Esfetafa -decía- esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa mifierfedafa. Desde ese día se retiran el saludo y la palabra. 

Poco a poco Fernanda va cambiando las costumbres de la casa a pesar de la oposición de los Buendía. El acto cotidiano de la comida a la mesa adquiere la rigidez y solemnidad de una misa mayor. El rezo del rosario antes de cenar es obligatorio, liquida el negocio de los animalitos de caramelo, cierra las puertas de la casa siempre abiertas desde los años de la fundación y cambia el ramo de sibila y el pan candeal de la puerta por un nicho del Sagrado Corazón. Tan sólo permite al verso suelto de Aureliano Buendía, al que considera un animal apaciguado por los años, la costumbre de sentarse al atardecer a la puerta de la calle. 

Al primer hijo lo llaman José Arcadio y a la primera hija la bautizan Renata Remedios. Consideran al abuelo Fernando como un ser legendario que cada Navidad les envía un gran cajón de regalos que nunca son para jugar. Son los restos empaquetados del patrimonio familiar que poco a poco va trasladando el esplendor funerario, el cementerio familiar, de una casa a otra. El décimo envío es el último, cuando el pequeño José Arcadio está listo para ingresar en el seminario. En él viaja el cadáver del abuelo Fernando pestilente, ya mordido por los gusanos de la putrefacción e invadido por las moscas de los muertos. 

El gobierno organiza un acto para celebrar el tratado de paz de Neerlandia. Aureliano rechaza los honores porque el jubileo no puede ser más que una burla al coincidir con el carnaval. Lo único que quiere es que lo dejen con su paz de artesano humilde que fabrica pececillos de oro. Amenaza con pegarle el tiro que no le dio al presidente cuando debió hacerlo si aparece por Macondo, dolido porque hasta Gerineldo Márquez abandone por un rato su silla de paralítico y que intente convencerle de que aceptar la medalla de manos del presidente no debe ser tan malo. 




"Había pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal..." 

Admite una excepción, recibe en su taller a los diecisiete mozos que se reúnen con su padre atraídos por el ruido del jubileo, venidos desde todos los rincones del litoral. En los tres días que pernoctan en la casa causan trastornos de guerra: “Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para torearlo, mataron las gallinas a tiro, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud”. Hasta José Arcadio Segundo les organiza una tarde de peleas de gallos y Aureliano Buendía se divierte con sus locuras y les regala un pescadillo de oro al marcharse de vuelta a sus quehaceres, pues todos son buena gente, hábiles artesanos y hombres de su casa. 

Aureliano Segundo ofrece trabajo a todos los primos al ver las perspectivas de parranda ofrecidas por tanto mocerío junto. Aureliano Triste se queda. Monta una fábrica de hielo, el sueño cumplido de José Arcadio Buendía. Como es el Miércoles de Ceniza, todos quedan marcados como las reses con una cruz de ceniza indeleble en la frente. Ese día van a misa por acompañar a Amaranta, antes de desparramarse por los pueblos del litoral. 

Aureliano Triste descubre que Rebeca aún vive medio momificada en la vieja casona desvencijada de la Plaza Mayor. Descubre cómo se las gasta cuando al ir a preguntar por el alquiler lo recibe a punta de pistolón militar, defendiendo el privilegio de la soledad. Por febrero vuelven los dieciséis hijos aurelianos. Le restauran por las bravas la fachada, puertas y ventanas en medio día de trabajo de manera atolondrada, pero no les permite tocar el interior. Rebeca les paga con monedas retiradas hace tiempo de la circulación. Entonces comprenden hasta qué punto vive desvinculada del mundo. 

De la segunda visita de los dieciséis aurelianos a Macondo, se queda Aureliano Centeno, uno de los mayores, marcado por la viruela y dotado de un pavoroso poder destructor. Fernanda le compra vajilla de peltre para que no acabe con todos los platos de la casa. Trabaja como un burro sin conocimiento y en poco tiempo la producción de hielo inunda el mercado local. Aureliano Triste piensa en extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Aureliano Segundo le financia y se marcha a traer el ferrocarril mientras Aureliano Centeno diversifica el negocio del hielo e introduce la fabricación de helados. Aureliano Triste aparece el invierno siguiente en una máquina de tren lanzando alaridos y saludando con la mano a la muchedumbre que le recibe. El tren que tantas calamidades y nostalgias traería a Macondo


 When you leave 
There's cordite in the air 
A ringing in the stillness 
Smoke drifting up the stair
Mark Knopfler





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cien años de soledad (11). Gabriel García Márquez. El tiempo me va matando.




"Ya esto me lo sé de memoria. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio"


Cien años de soledad (11) 
Gabriel García Márquez 

José Arcadio Segundo detesta la guerra y las maniobras militares desde el día que ve la sonrisa triste y los ojos sorprendidos del fusilado al meterlo, medio vivo, en la caja de madera rellena de cal. La visión lo empuja a la iglesia. Entra de monaguillo, de ayuda de Petronio, el sacristán. Le echa una mano a tocar las campanas y ayudar a la misa del titular de la parroquia, don Antonio Isabel. Cuida también de los gallos de pelea del cura en el patio de la casa parroquial, para disgusto de Gerineldo Márquez que ve cómo el pequeño Buendía aprende oficios repudiados por los liberales. A Úrsula no le parece mal que se meta cura, ya es hora de que entre un poco de Dios en la casa de locos. 

Don Antonio Isabel le enseña el catecismo mientras afeita el pescuezo a los gallos. José Arcadio Segundo aprende los trucos de los galleros junto a las martingalas teológicas que confunden al diablo y al Dios de los altares. Dos días antes de la primera comunión lo confiesa con la ayuda de una lista larga de pecados, le sorprende que le pregunte si ha cometido actos impuros con los animales, sabedor de su afinidad con Petronio que hace sus cosas con las burras. Los martes por la tarde lo acompaña, a él y su banqueta, en la visita semanal a los jumentos. Se aficiona tanto que no se le ve por la tienda de Catarino en mucho tiempo. Úrsula no le deja tener los gallos en la casa, pero tiene a su disposición la de Pilar Ternera, la otra abuela, que se la deja con tal de tenerlo cerca. Pronto gana con los gallos suficiente dinero para aumentar la ganadería gallinácea y procurarse satisfacciones de hombre. 

Aureliano Segundo se enclaustra en el cuarto de Melquiades hasta que Petra Cotes, “una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor”, lo saca a empujones del ensimismamiento de los libros antiguos. Los dos gemelos comparten la mujer durante un tiempo. El trío comparte también la enfermedad de la mala vida que se pegan mutuamente y que curan por separado durante tres meses de sufrimientos secretos. 

Aureliano Segundo se convierte en un virtuoso del acordeón que le toca en una rifa amañada por Petra Cotes, la vendedora de los cupones. Los sonidos desafinados ocupan el patio de la casa, para disgusto de Úrsula que considera el acordeón un instrumento propio de mendigos herederos de Francisco el Hombre. Consigue el perdón de su hermano por compartir la mujer a escondidas, se casa con ella y están juntos hasta la muerte. 




"Nadie supo entonces en que momento empezó a tocar las campanas en la torre"

Cuando llega el primer hijo, Úrsula, ya centenaria y ciega de cataratas, se ofrece a cuidar al tataranieto. Hará de la criatura el hombre nuevo que regenere a la estirpe degradada. Si Dios le da vida suficiente, será Papa; lo alejará de las cuatro calamidades culpables de la decadencia de la familia: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de vida alegre y las empresas delirantes. 

Las celebraciones se hacen corrientes en la casa de los Buendía desde que Aureliano Segundo se hace cargo del hogar. Nada en la abundancia desde que se empareja con Petra Cotes. La mantiene de concubina con el consentimiento de Fernanda, convencido de las dotes mágicas que hace parir trillizos a las yeguas, poner dos huevos diarios a las gallinas y a los cerdos engordar del aire, sin gastar en comida. Su preocupación es gastar la riqueza acumulada y acompañar a Petra Cotes en el paseo entre los animales para que sucumban a la peste de la proliferación sin freno. 

Aureliano Segundo conoce a Petra Cotes por casualidad, como le ocurren todas las cosas extraordinarias de su larga vida. Forman una pareja frívola sin más preocupación que acostarse todas las noches y retozar hasta el amanecer. Se emboba tanto que sólo piensa en buscarse un trabajo que le permita mantenerla y “morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril”. Rechaza dedicarse a fabricar pescaditos de oro como el coronel Aureliano Buendía en su pacífica vejez; carece de la paciencia necesaria para convertir las monedas de oro que consigue con la venta en nuevos pececitos y así sucesivamente en un círculo vicioso de engarzar, incrustar láminas, montar, vender y vuelta a fundir sin conseguir beneficio, sin más recompensa que el trabajo de fabricar pececitos. 

Un día se da cuenta de que la gente de Macondo, harta ya de las rifas de conejos de Petra Cotes cuyo crecimiento incontrolado ha devenido en plaga, cambia los conejos por vacas que empiezan a parir trillizos y entra en un proceso de prosperidad delirante, llena de caballerizas, de pocilgas desbordadas y grandes extensiones de terreno y ganados. Como consecuencia, Macondo naufraga en un periodo de milagrosa bonanza económica. Las viejas casas de los fundadores fabricadas de barro y cañas son reemplazadas por casas de ladrillo, ventanas con persianas y pisos de cemento que hace más llevadero el calor del mediodía. 

José Arcadio Segundo lleva una existencia oscurecida, de bajo perfil, sin destacar en ningún cometido, ni siquiera como alborotador de gallera. No se le conoce mujer salvo la aventura precaria con Petra Cotes. Hasta que un día Aureliano Segundo le cuenta la historia fantástica del costillar carbonizado del galeón español encallado en el río. El galeón es una epifanía porque desde ese día se empecina en hacer el río navegable hasta Macondo. Vende los gallos, compra herramientas y recluta gente. Su hermano gemelo le financia la empresa descomunal de romper “las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, horadar montañas y nivelar cataratas. Al cabo de bastante tiempo aparece en una extraña balsa de troncos tirada desde las orillas por una veintena de hombres río arriba. Es la primera y última vez que una nave atraca en Macondo. Lo único ligeramente permanente que queda de aquella desventura, además de la llegada de Fernanda del Carpio, son las matronas francesas que alborotan con sus costumbres licenciosas a los varones del pueblo. La tienda de Catarino se vuelve vieja y cutre a ojos de la clientela. 





"Nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad"

La hermosura de Remedios, la bella, es legendaria, hasta los hombres menos piadosos, los que dicen misas sacrílegas en la tienda de Catarino, van a misa por contemplar su belleza aunque sólo sea un instante, pues Úrsula la obliga a taparse la cara con una mantilla negra. Los que lo consiguen, pierden el sueño de forma instantánea. 

Las páginas dedicadas a la descripción de Remedios, la bella, son otra pieza maestra de Gabriel García Márquez. Qué calidad de estructura narrativa, qué riqueza de crudeza léxica albergan estos párrafos que provocan la muerte por desamor junto a la ventana del comandante. El triunfo de la belleza sobrenatural, tema usual del Barroco, que tapa el retraso intelectual de la joven hasta los veinte años, no sólo en leer y escribir, hay que vestirla y lavarla hasta bien avanzada la pubertad. Expresión de la libertad natural, candidez pura, pureza excepcional. Naturaleza en estado de inocencia arbórea, como José Arcadio Buendía. Cómo su hermano Aureliano Segundo le recomienda al comandante que se olvide de ella, las Buendía hembras son peores que las mulas, entrañas de pedernal. La degradación del soldado hasta morir por ella y su corazón de mármol frío: “Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere”. 

La concentración exigida por la fabricación de pescaditos de oro avejenta a Aureliano Buendía más que todos los años de la guerra. Consciente de que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”, se desentiende de todos los asuntos de la guerra y la política. Sentadito en una piedra a esperar el paso de su entierro. No le inquieta ni el nombramiento de Remedios, la bella, como Reina del Carnaval, cuando en medio del jolgorio y explosión de alegría de la muchedumbre celebrando la belleza aparece una comparsa multitudinaria que acompaña a Fernanda del Carpio para proclamarla Reina de Madagascar. Aureliano Segundo equilibra las dos bellezas subiéndolas al mismo pedestal. El equilibrio se rompe al grito de ¡Viva el partido liberal! Unas descargas de fusilería ahogan el jolgorio y oscurecen los fuegos artificiales. La gente ve que los disparos salen de un escuadrón del ejército disfrazados de beduinos que acompañan a la reina, pero la verdad nunca se esclareció. Lo que queda en Macondo de aquella jornada es una fosa común con todos los cadáveres disfrazados de carnaval. Los dos hermanos gemelos ponen a salvo  a las dos reinas en medio de la confusión. Úrsula las cuida sin distingos. A los seis meses Aureliano Segundo la va a buscar donde vive con su familia y se casa con ella, las celebraciones duran veinte días.


El tiempo que va pasando, 
Como la vida, no vuelve más. 
El tiempo me va matando 
Y tu cariño será, será.
Jorge Cafrune



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



jueves, 29 de noviembre de 2018

Filek. El estafador que engañó a Franco. Ignacio Martínez de Pisón.





¿Quién sabe a qué fosa común o depósito de cadáveres fueron a parar sus restos, como suele ocurrir con los indigentes, fueron utilizados para las prácticas de Anatomía de los estudiantes de Medicina?

Filek 
El estafador que engañó a Franco 
Ignacio Martínez de Pisón. 

Cuando uno menos se lo espera, salta la liebre;  pero hay que salir de casa, patear el campo y sudar la gota gorda desde el amanecer para pillarla en la cama. Martínez de Pisón es un cazador de historias en los libros de otros. Lo que el autor demuestra es que dentro de todo escritor hay un gran lector. Un párrafo de unas diez líneas levantó la liebre de una historia. Paul Preston escribió una biografía de Franco en 1993, en ella cita a Filek, un austriaco con “von” delante, como el “de” del autor de apellido compuesto, que imprime nobleza o hidalguía de pobre como a don Quijote o de un caballero tieso por la calle Sierpes. Filek intentó engañar al Caudillo con un invento que producía combustible a partir de las aguas del río Jarama (famoso por los toros bravos que se criaban bravíos en su ribera y luego por la batalla ganada por las tropas republicanas durante la Guerra Civil, a decir de una copla de la época hubo italiano que en la huida llegó hasta Badajoz. Guadalajara no era Abisinia). El libro es un tocho de medio kilo de papel cuya lectura es un castigo, a mi pensar. 





La historia del estafador internacional Albert von Filek contada por Martínez de Pisón comienza en Madrid un par de meses antes del martes catorce de abril de 1931. Ese día las gentes de Madrid se echan a la calle a celebrar la proclamación de la República a la par que el rey Alfonso XIII se dirige en coche a Cartagena a embarcarse rumbo al exilio. Lo cuenta Josep Pla que esa misma mañana llega en tren a la capital desde Barcelona. Rafael Cansinos-Assens describe la atmósfera madrileña y la juerga que dura toda la noche en “La novela de un literato”. Josep Pla ve: “grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, que seguían gritando y cantando pero con aire de estar ya un poco cansados”. Este párrafo nos ofrece un ejemplo extraordinario de cómo contar la historia, de manera ágil, indagando en los escritos de autores coetáneos que la expresaron a través de testimonios directos y sensaciones propias. 

No es la primera vez que Filek vive en directo el destronamiento de un rey, ya había visto caer la monarquía austriaca en 1918 encarnada en el emperador Carlos. 

Charles de Foltz Jr en su obra “The Masquerade in Spain” cita a Filek por su relación con los aristócratas que apoyan a Sanjurjo en la asonada de 1932. Nada tiene de raro que un militar austriaco depurado se relacione con los militares monárquicos mandados a la reserva por la Ley Azaña. En esos momentos de la realidad social española los aristócratas gozaban de poca salud, eran los apestados, como ahora los políticos para la gente con un móvil en la mano. Escondían sus distinciones, arrancaban los escudos y blasones adosados a los edificios nobles quedando reducidos a viejas casonas manchegas sin más atractivo. No como Don Guido de Antonio Machado que repintaba los blasones y era maestro en refrescar manzanilla. Corpus Barga cuenta en “Paseo por Madrid” cómo propiedades del ejército y de la monarquía pasaban al patrimonio municipal, la vieja sociedad patricia perdía pujanza de un día para otro. 

Filek lo había vivido en Viena, humillado por su licenciamiento forzoso del ejército, considerado un paria por los suyos por no haber ganado la guerra, si al menos hubiera palmado… Así lo cuentan novelistas centroeuropeos, desconocidos para nosotros, muy reconocidos en su país, como Joseph Roth o Lernet-Holenia. Los soldados se convierten en mendigos, benefactores de la ración semanal de legumbres -la sopa boba- que les proporcionan las sociedades asistenciales. 





"Por una cuestión de cautela y de vergüenza, las autoridades no llevaron a Filek ante los tribunales".
Obra de Venancio Blanco

Particularmente interesante es la descripción de la situación política y social en el avispero de los Balcanes que lleva a la primera guerra mundial (sobre todo porque ya hemos leído demasiado sobre la guerra civil y posguerra). El desmoronamiento del imperio austro-húngaro y los diez millones de muertos que acaban con el sueño del progreso indefinido. Como para no estar preocupado por las escaladas de violencia entre Ucrania y Rusia que aquí parece que no existe o la doméstica con el auge de los nacionalismos. Nadie de aquellos que gritaban: ¡Guerra! ¡Guerra!, o ¡Viva la guerra! se imaginaba lo que se le avecinaba a aquellos corazones inflamados de nacionalismo y libertad. Lo señalaba de manera magistral Stefan Zweig: “Espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos […] ¿Quién en los pueblos y ciudades recordaba la guerra de verdad? A lo sumo cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia… Por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero”. 

 El autor se imagina a Albert von Filek entrando en una leva de soldados húngaros a los veinticinco años. La única constancia de certeza es una lista publicada en un periódico local. Se imagina que luchó en el frente italiano sufriendo una severa derrota entre montañas nevadas y valles rellenos de lagos en las hondonadas. El punto de partida de esta novela de investigación periodística, como hemos señalado, es el año treinta y uno en España, momento crítico en la historia doméstica. Después, con la conocida técnica narrativa de contar las cosas desde atrás, nos presenta el recorrido del protagonista hasta ese momento. Luego, sus vivencias durante la Segunda República, la Guerra Civil desde una cárcel de Madrid, la liberación y más cárcel hasta su muerte en Hamburgo en el año 1952. La obra supone un ratón de biblioteca investigando en libros, registros, archivos o hemerotecas de periódicos locales antiguos de una época convulsa y clave en Europa porque en ese momento se configura la actual estructura geopolítica europea. Lean la novela si quieren una visión de la Guerra Civil desde una cárcel de Madrid y la posguerra de un buscavidas que vive sin dar ni golpe hasta volver a dar con sus huesos en la cárcel, contada con la capacidad de Martínez de Pisón para tramar historias de una forma rigurosa y con su prosa de altos vuelos.


Academia de corte y confección, 
Sabañones, aceite de ricino, 
Gasógeno, zapatos Topolino, 
El género dentro por la calor 
Para primores galerías Piquer, 
Para la inclusa niños con anginas, 
Para la tisis caldo de gallina, 
Para las extranjeras Luis Miguel 
Para el socio del limpia un carajillo, 
Para el estraperlista dos barreras, 
Para el corpus retales amarillos
Joaquín Sabina




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 22 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (10) Gabriel García Márquez. Sólo tengo soledad.





"Lo importante es que desde este momento sólo luchamos por el poder"

Cien años de soledad (10) 
Gabriel García Márquez 

El atracón de poder produce un frío interior que no deja dormir a Aureliano Buendía. Sufre la maldición del pedestal, el peaje a pagar por los acaparadores del poder. Cuanto más le aclaman las gentes de los pueblos vencidos, más intensa es la soledad del poder inmenso que le asedia. “Siempre había alguien fuera del círculo de tiza.” Nunca faltaba el qué hay de lo mío. Rodeado de poder, pero solo como se lee o se escribe, se refugia en el calor íntimo de los recuerdos antiguos que le saquen del frío, el frío que encoge e inclina la frente hasta el suelo. 

Comienza el camino de la paz con el cielo bien arriba. Úrsula ofrece la casa para que media docena de políticos liberales discutan con Aureliano alguna salida a la encrucijada de la guerra. Piden renunciar a lo conseguido con la insurgencia para ensanchar la base social. “Sólo estamos luchando por el poder”,  traduce Aureliano Buendía al román paladino. Gerineldo Márquez resuelve la ecuación como una traición a los caídos y a los veinte años de lucha por los sentimientos de nación. Aureliano le pide que entregue las armas, lo pone a los pies de los despiadados tribunales revolucionarios y firma los papeles de la paz. Gerineldo es condenado a muerte. Aureliano se muestra insensible a las peticiones de clemencia de la población. La víspera de la ejecución Úrsula le jura por Dios y los huesos de sus padres que en cuanto vea el cadáver de Gerineldo, lo mata con sus propias manos. Como lo habría matado si cuando nació, lo hubiera hecho con cola de puerco. 

Aureliano pasa la noche en blanco enfrentado con la muerte pequeña de Gerineldo Márquez y los recuerdos de los únicos instantes felices de su existencia desde que su padre lo llevara de la mano a tocar el hielo hirviente de Melquiades. El taller de platería armando pececitos de oro. Toda una vida de revolución, treinta y dos declaraciones de guerra revolcándose en el muladar del poder para descubrir el privilegio de la simplicidad. Una hora antes del fusilamiento Aureliano lleva a Gerineldo los zapatos de huir para que le ayude a terminar aquella guerra de mierda. Comprende que es más fácil comenzar una guerra que terminarla: “Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas”. 

 Aureliano se forja como un gran guerrero en la lucha por la derrota. Por primera vez pelea por su liberación y el pan tierno de cada día, no por abstracciones que los políticos cambian a conveniencia para atornillarse a la poltrona. Gerineldo guerrea a su lado con tanta lealtad en la derrota como había luchado por la victoria, superando en temeridad a su jefe investido de una inmunidad misteriosa. Luchan con tanta entrega que consiguen la derrota a costa de una pelea más sangrienta que la victoria. 





"Si has de irte otra vez, [...] por lo menos trata de recordar cómo éramos esta noche"

El armisticio descubre un Aureliano más familiar, alejado del mítico guerrero que arrastra una estela de leyenda y rodeado por un círculo de tiza infranqueable que lo aleja del resto de la humanidad. 
 -“Al fin -dijo Úrsula- tendremos otra vez un hombre en casa”. 
 Entra de nuevo en Macondo una semana antes del armisticio sin escolta, temblando de fiebre y frío,  vejado, escupido como el ministro Borrell y con las axilas empedradas de golondrinos, no condenado a muerte como había entrado dos años antes. 

Aureliano comprende que Úrsula es el único ser humano que ha logrado descubrir su corazón podrido para los afectos. Arrasado por la guerra, Remedios es la imagen borrosa de alguien que pudo ser su hija. Las innumerables mujeres que dispersaron su simiente por el litoral no eran sino un poco de tedio en la memoria de su piel. El único afecto que guarda es su hermano José Arcadio, más por complicidad que por amor filial. A su llegada se dedica a destruir la huella de su paso por el mundo. Regala sus ropas militares, entierra las armas en el patio como había hecho su padre con la lanza que mató a Prudencio Aguilar. Quiere incluso destruir el daguerrotipo de Remedios, Úrsula se lo impide porque ya no le pertenece, es una reliquia familiar. Quema los poemas y las naves, sólo conserva una pistola con una única bala en la recámara. 

La ceremonia del armisticio cae en un martes castigado por la lluvia que agiganta la tristeza. Aureliano siente flojera en las piernas y el mismo cabrilleo en la piel que sentía de joven ante una mujer desnuda. Ojalá se hubiera casado con ella, ahora sería un labrador sin nombre, un artesano alejado de la guerra y sin gloria, pero un animal feliz. Sale de la casa acompañado por Gerineldo Márquez y un grupo de oficiales revolucionarios, tocado con el sombrero viejo de fieltro de su padre, José Arcadio Buendía. Cuando los hombres dejan la casa, Úrsula la cierra a cal y canto, su deseo es pudrirse dentro antes que dejarse ver llorando. Aguantan altivos los insultos y blasfemias de la gente agolpada en las aceras. El acto se celebra a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigante. Aureliano llega a lomos de una mula vieja embarrada,  con un intenso dolor en las axilas a causa de los golondrinos emberrinchados. No quiere celebraciones de una derrota, ni recuerdos de una rendición. Ni el oro de Moscú que un joven coronel rebelde trae en una mula extenuada por el esfuerzo de un viaje de seis días para llegar a tiempo de la firma. Manda incluir los setenta y dos ladrillos de oro en el inventario del armisticio. 

A las tres y cuarto de la tarde se dispara un tiro al corazón. Se llevan al coronel “envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia”. Los milagros pequeños existen; está fuera de peligro. La bala no ha lastimado ningún órgano vital. El fracaso de la muerte recupera para él el prestigio perdido ante la gente. El intento de suicidio es un acto de honor, le proclaman mártir de la revolución y los partidarios le azuzan a que declare otra guerra, la negativa del gobierno a pagar las pensiones a los viejos combatientes es el pretexto perfecto, ofrecido en bandeja. La administración actúa con artera habilidad al empeorar las condiciones de los presos. En dos meses los líderes están muertos o expatriados; otros, asimilados en un puesto de la administración pública. 




"No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos."

Aureliano rechaza toda nueva veleidad revolucionaria, para alegría de Úrsula que decreta el final de los lutos solapados de la casa. Abre puertas y ventanas para que el aire entre hasta el rincón más oscuro. Vuelve la música de la pianola y los olores a lavanda invaden de nuevo la casa. Pero la muerte visita la casa el día de Año Nuevo. El comandante que los vigila aparece muerto, castigado por los desaires de Remedios, la bella. 

Aureliano Segundo no se complica mucho la vida para ponerle nombre a su primer hijo. Lo llama José Arcadio, a pesar de no tener rasgos de los Buendía. A la madre, Fernanda del Carpio, no le parece ni bien ni mal. A Úrsula le entra zozobra pues con el paso de los años y de las generaciones ha comprobado que los José Arcadios son impulsivos y temerarios, marcados por la tragedia, al contrario de los Aurelianos que son retraídos, pero lúcidos. Los únicos que escapan al intento de clasificación son los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo; tan iguales que confunden al destino. Son dos mecanismos sincrónicos, barajados desde la infancia para confundir. Al decir de Úrsula, locos de nacimiento como todos los Buendía. La diferencia decisiva entre los gemelos no se establece hasta la adolescencia. Mientras que José Arcadio Segundo le pide a Gerineldo Márquez que lo lleve a ver una ejecución al amanecer, Aureliano Segundo ruega a Úrsula que le abra la puerta clausurada donde se guardan las cosas de Melquiades. A pesar de los años de clausura, cuando abre las ventanas, una luz familiar ilumina una habitación sin polvo ni telarañas, tan limpia que Úrsula no tiene nada que limpiar. Todo intacto, igual que lo dejaron cuando sacaron el cadáver de Melquiades. Aureliano se engolfa en la lectura de un libro maravilloso de cuentos sin pastas y sin título. Cuando lo termina, quiere descifrar lo escrito en los pergaminos, pero es imposible, “las lecturas parecían ropa puesta a secar en un alambre, y se asemejaban más a la escritura musical que a la literaria”. 

Aparece Melquiades de mediana edad en la habitación. Aureliano Segundo lo reconoce porque el recuerdo hereditario se trasmite de generación en generación. Se ven durante varios años todas las tardes, Melquiades le enseña la vieja sabiduría de los gitanos, pero siempre se niega a traducir los manuscritos: “Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años”. Es ésta la primera referencia que encontramos a los cien años de soledad del título de la novela.  


Ya no estás más a mi lado, corazón. 
En el alma solo tengo soledad 
y si ya no puedo verte 
porque Dios me hizo quererte 
para hacerme sufrir más.
Lucho Gatica 

 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 15 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (9) Gabriel García Márquez. La vida es una apuesta.





"Fue también por esa época que se restauró también el edificio de la escuela."


Cien años de soledad (9) 
Gabriel García Márquez 

Al terminar la guerra, el general José Raquel Moncada es nombrado corregidor de Macondo. Ha llegado a general por méritos de guerra a la vez que el coronel Aureliano Buendía se enredaba entre las escombreras y los desfiladeros tortuosos de la revolución permanente, pero se considera antimilitarista. Piensa que los militares son unos holgazanes intrigantes, expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Su mérito no es menor: ha llegado a treguas con Aureliano Buendía para intercambiar prisioneros durante la guerra. Alguna vez hablan incluso de instalar un régimen patriótico y humanitario tomando lo mejor de cada doctrina: el sendero de la tercera vía de todas las guerras, camino incierto cegado de maleza. 

Macondo prospera durante su mandato, Bruno Crespi construye un teatro que las compañías españolas incluyen en sus giras americanas. Se restaura la escuela. Viene don Melchor Escalona, un nuevo maestro ya de edad, representante de la vieja escuela, mandado desde la ciénaga y partidario de la doctrina de la letra con sangre entra. Aplica el castigo severo a los alumnos desaplicados. Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo prueban el método radical de don Melchor. Remedios empieza a volver tarumba a los muchachos con su belleza. El negocio de repostería de Úrsula, ayudada por las manos piadosas de Santa Sofía de la Piedad, marcha como un tiro. En poco tiempo vuelve a llenar de oro las calabazas de debajo de la cama vaciadas por la guerra. “Mientras Dios me dé vida no faltará la plata en esta casa de locos,” asegura Úrsula de una casa cuyo gobierno se le escapa de las manos. 

Así están las cosas cuando aparece por la puerta, “macizo como un caballo,” Aureliano José. Ha empuñado la bandera del desertor de la revolución permanente en Nicaragua. Viene con la intención de casarse con Amaranta. Dispuesto a cualquier cosa con tal que ella baje los puentes levadizos de la fortaleza. No le importa que el pecado mortal engendre un armadillo. Al principio ella le da alguna esperanza al no echar la aldaba de la puerta de su dormitorio, hasta que un día al volver al cuarto la encuentra cerrada para siempre. La fortaleza ha aguantado el asedio, Amaranta, una  Buendía de buena casta, conserva la virtud intacta. No como Úrsula que al final cedió ante el acoso original de José Arcadio Buendía. 

La tensión se masca en el aire electrizado de Macondo. Se suspenden las riñas de gallos. El capitán Aquiles Ricardo asume el poder municipal. La pasión de Aureliano José por Amaranta se extingue sin dejar cicatrices. Sobrelleva la soledad como hacen los Buendía varones: en la tienda de Catarino o con mujeres ocasionales que le suministra Pilar Ternera, su madre biológica. Todos los hombres son iguales, se lamenta Úrsula: “Al principio se crían muy bien, son obedientes y formales y parecen incapaces de matar una mosca, y apenas le sale la barba se tiran a la perdición.” 

Las cartas augures echadas por Pilar Ternera vuelven a hablar, le dicen que morirá de viejo en brazos de Carmelita Montiel, mujer virgen de veinte años, siete hijos después. Una mala interpretación porque esa misma noche que lo espera en el cuarto de Pilar Ternera, Aureliano José muere de un tiro al corazón disparado por el capitán Aquiles Ricardo cuando guarda cola para asistir a la obra de José Zorrilla: “El puñal del zorro,” título modificado porque en Macondo llaman godos a los conservadores. El capitán Aquiles Ricardo cae desplomado cuando aún no ha terminado el eco del disparo homicida, atravesado por dos balazos de origen desconocido. Un grito coral cierra la noche: “Viva el partido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!” 





"Dispuesto a renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus mejores años."


Una mujer exuberante se presenta en la casa a los pocos meses del regreso de Aureliano José. Trae de la mano un niño de cinco años y dice que es hijo de Aureliano Buendía, quiere que Úrsula lo acristiane. Nadie duda de su precedencia porque es el vivo retrato de su padre. Lo llaman Aureliano - cómo si no-, pero con el apellido de la madre, al menos hasta que el padre lo reconozca. Antes de terminar el año otros nueve niños varones pasan por Macondo para que Úrsula los bautice, todos hijos de Aureliano Buendía. Se las ponen como a Felipe II y el que es gallo fino no dice que no a tanta gallina en el gallinero. Hasta diecisiete madres con otras tantas criaturas, según las cuentas de Úrsula, aspirantes a las aguas del Jordán, bautizadas y nombradas Aureliano

El uno de octubre unos mil hombres mandados por Aureliano Buendía atacan Macondo y detienen al general Moncada cuando intenta escapar amparado por la noche. Lo llevan a la casa preso hasta que sea juzgado por el consejo de guerra revolucionario. Úrsula extraña al hijo, parece un intruso vestido de militar y botas altas de cuero, espuelas embadurnadas de barro y sangre reseca. “Su rostro cuarteado por la sal del Caribe había adquirido una dureza metálica.” Un tipo duro capaz de todo. Entierran las bajas en la fosa común. Encarga a Roque Carnicero que meta prisa en los juicios sumarísimos y decreta las reformas judiciales. No hay tiempo que perder, es necesario que cuando lleguen los políticos se encuentren con hechos consumados, tierra quemada con todo lo anterior. Anula de un plumazo los títulos de propiedad de su hermano José Arcadio, restituye las tierras a sus legítimos propietarios anteriores. A Rebeca le da igual, su reino ya no es de este mundo. Aureliano Buendía siempre fue un descastado. Los juicios de guerra condenan a muerte por fusilamiento a todos los oficiales prisioneros del ejército regular. 

De nada sirve la movilización de las mujeres de los oficiales condenados unidas a las viejas fundadoras. Las mujeres de blanco que están a favor del general Moncada son las mismas heroicas participantes en la larga marcha por la sierra hasta Macondo, organizadas y dirigidas por Úrsula ante el tribunal piden al coronel Aureliano Buendía la amnistía para el general. Paso de perdedores para la nueva casta dirigente. Ellas sostienen que Aureliano odia tanto a los militares que ha terminado por superarlos en maldad. El general José Raquel Moncada es fusilado al amanecer. 

La guerra ocurre lejos. El coronel Gerineldo Márquez mantiene contacto con Aureliano Buendía a través del telégrafo dos veces por semana. Intercambio codificado en puntos y rayas que se va borrando en un universo de irrealidad hasta difuminar en la abstracción toda información de la guerra. Siente el hastío de una lejana guerra estancada. El costurero de Amaranta es su refugio, la compañía recíproca y un corazón indescifrable que rechaza la sumisión de aquel hombre investido de un poder arbitrario que gobierna por la fuerza bruta de las botas y el decreto, sin embargo, dispuesto a renunciar a todo por ella. Ella se encierra en su habitación a llorar su soledad hasta la muerte. Ruega que el rencor que contrae las pupilas,  disipa los colores y que comienza a anidar en su corazón contra Remedios, la bella, apenas una adolescente que parece retrasada mental, “pero ya la criatura más bella que se había visto en Macondo” no renazca en el odio africano que la llevó a desear la muerte de Rebeca




"Siempre había alguien fuera del círculo de tiza"


Aureliano Buendía entra en Macondo sin ruido, envuelto en una manta ruana a pesar del calor sofocante. Viene con tres amantes que le dan satisfacción rudimentaria en su eterna hamaca de noche o a la hora de la siesta. La guerra pasa por un momento crítico. Los políticos que la financian desde el extranjero desaprueban el radicalismo del coronel, pero eso a él no le inmuta. Embriagado de poder, traza un círculo de tiza de tres metros por donde quiera que va y en cuyo interior no entra nadie, ni su madre puede pasar la raya. Desde el interior decide el destino del mundo, sus deseos son órdenes para los edecanes que le rodean. 

Por esa época Aureliano Buendía convoca una segunda reunión de los principales comandantes rebeldes. La revolución da guarida a gentes que quieren llevarse la vida por delante, allí hay de todo: “idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes comunes.” A nadie importa su vida anterior. En medio de esa chusma abigarrada destaca el general Teófilo Vargas, una máquina entrenada para matar oponentes, una autoridad tenebrosa de malicia taciturna que suscita en sus partidarios un fanatismo demente. En unas horas se hace con el mando unificado que pretendía Aureliano con la reunión. A los quince días perece despedazado a machetazos en una emboscada urdida por los seguidores del coronel Aureliano Buendía, ya tiene vía libre para asumir el mando central el coronel. 



Well, I'd sooner forget, but I remember those nights 
Yeah, life was just a bet on a race between the lights 
You had your hand on my shoulder, you had your 
hand in my hair 
Now you act a little colder like you don't seem to care.
Dire Straits


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.