sábado, 24 de febrero de 2018

Pedro Páramo (y 7) Juan Rulfo. Venus latina.





"Se había olvidado del sueño y del tiempo"


Pedro Páramo (y 7) 
Juan Rulfo 

La revolución villista llega a las puertas de la Media Luna. El ejército de Damasio ha crecido, ahora está al mando de más de mil hombres y se ha unido a las tropas de Pancho Villa que vienen del norte arreando parejo. No era verdad que Damasio hubiera perdido la guerra, solamente fue una escaramuza contra un pelotón de pelones que luego resultó ser todo un ejército. Vienen a pedir dinero para no tener que robar a los vecinos que son sus parientes. Mientras en Comala se mueren de hambre, ellos no vienen con hambre, dicen no más estar hartos de comer carne. La comida vegana es cara y necesitan “dinero para mercar aunque sea una gorda con chile.” Pedro Páramo le responde que él ya les dio, ahora que vaya a Contla que hierve de ricos. Buena gana de estar en la revolución si tiene que pedir limosna. Pedro Páramo se queda solo como un tronco duro desgajado por dentro mientras los hombres desfilan al trote de caballos oscuros, temblando la tierra. Piensa en Susana, en el “puñadito de carne” con el que acaba de yacer, se abraza a ella tratando de hacerla la carne de Susana San Juan. “Una mujer que no es de este mundo.” Demasiada metafísica para entenderlo, pero bueno habrá que tener fe en la literatura profunda. Un dejarse arrastrar por el vértigo del misterio y el culto a la madre naturaleza encarnada en esta mujer inalcanzable. 

La tierra vuelca la oscuridad todos los días al amanecer. Susana tiene un don, puede escuchar el chirrido de los goznes oxidados de la tierra vieja, cansada de tanto girar. La tierra chirría porque debe estar en pecado. Susana está en las últimas. Mientras Justina hace las tareas cotidianas de la casa, Susana reflexiona con ella acerca de la vida de los pájaros y la muerte que acecha, el cielo de Justina y el infierno de Susana que es la única creencia que ella confiesa. De poco vale la confesión de la noche anterior con el padre Rentería. No debe estar en gracia de Dios porque el padre tarda en traerle la comunión a la mañana siguiente. Pedro Páramo la observa retorciéndose en convulsiones, “debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos.” Semidormida, el padre le da la extremaunción y comunión. Ella sólo se acuerda de los ratos felices pasados con Florencio antes de hundirse entre la sepultura de las sábanas, incapaz de aceptar el consuelo de la religión. 

Las señoras Ángeles y Fausta comentan las vísperas de Navidad que es raro que la ventana de la Media Luna donde habita Susana esté apagada. Les extraña porque la han visto siempre encendida desde hace tres años, dicen que la pobrecita loca teme mucho la oscuridad. Sospechan que algo malo debe pasar porque ven al doctor Valencia correteando de prisa a la Media Luna y después encenderse la luz. Pedro Páramo se merece todo lo malo que le pase y más, pero ella no, nadie desea que se vaya sin los auxilios espirituales y que siga penando en la otra vida. Lo que a ellas les preocupa más es que todo el trabajo que han echado en arreglar la iglesia para que luzca en la Navidad se eche a perder si alguien muere en el entretiempo. Le rezarán un avemaría a la virgen y que sea lo que Dios quiera. El silencio cierra la noche en el pueblo. 




"Sentirás como si tu misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará..."

Susana San Juan muere en la cama. Muere con una sonrisa dibujada en la boca cuando la respiración se le corta para siempre. Observada y asistida desde el fondo del cubículo por Pedro Páramo, el doctor Valencia y el grupo de mujeres a las que les falta tiempo para llorar y entonar a coro oraciones de difuntos. Desde más cerca la auxilia el padre Rentería, no quiere darle los sacramentos hasta no medir el grado de arrepentimiento. Como depositario de la rígida ortodoxia moral, se empeña en obtenerlo con un tono amenazador, a través de meterle el miedo y la tierra en el cuerpo. Le hace repetir: “Tengo la boca llena de tierra.” Ante la resistencia firme de Susana, le ofrece la visión posterior a la última soledad. El cuerpo desmadejado, abandonado y comido por enjambres de gusanos rebullendo entre vísceras y partes blandas, descarnando los huesos y la visión gozosa de los ojos de Dios y el deleite de ángeles, arcángeles y querubines cantando, conjugado con el dolor terrenal, el tuétano de los huesos en lumbre, las venas marcadas por hilos de fuego atizado por un Dios eternamente iracundo. “Su juicio es inhumano para los pecadores.” Sin embargo, los pensamientos de Susana son terrenales, vuelan a los momentos de amor que él le daba, a la fusión de las bocas, a los labios apretados. Las últimas palabras son para pedirle a Justina que se vaya a llorar a otra parte. Qué cervantina es esta forma de rebajar a la realidad mostrenca del día a día una tensión que estaba por las nubes, elevada a las regiones más altas del horror y la belleza cultivadas en un crisol de sensaciones contrarias. 

La mañana del ocho de diciembre sale gris, pero sin frío. Al alba empieza a sonar la campana gorda de la iglesia mayor. La siguen las demás y luego todas las campanas de todos los campanarios de Comala. Cada vez más fuerte y sin parar. A los tres días todos estaban sordos, roncos de hablarse a gritos. Comala se llena de gente y de fiesta. Hay peleas de gallos, música y cantares de borrachos. No hay manera de hacerles comprender que las campanas tocan a muerto. Entierran a Susana sin que la gente se entere, casi de incógnito. Pedro Páramo no habla sino para maldecir y jurar venganza sobre Comala por tanto desprecio. Amenaza:  “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.” Sentado en su equipal a un lado de la puerta grande de la Media Luna solo pensaba, olvidado del sueño y del tiempo, así se le iban los días y las noches pensando en Susana, susurrando palabras, pidiéndole que regresara moviendo los labios. 

Gamaniel Villalpando duerme la mona tumbado todo lo largo que es encima del mostrador de su tienda. Tiene la cara tapada en el hueco del sombrero para que no le molesten las moscas. La culpa la tienen unos viajantes que estuvieron bebiendo hasta el amanecer y él los acompañó por no dejarlos solos. Abundio Martínez lo intenta despertar pero nada, a Gamaniel le parece otro borracho más de la noche anterior. Le contesta destemplado por la resaca, se da media vuelta y vuelta a dormir. Lo atiende su madre, Inés Villalpando, que lo disculpa. Abundio quiere de beber, algo que ahogue las penas por la muerte de su mujer. Hasta tuvo que vender el burro para pagar el doctor, pero resultó inútil, nada se pudo hacer por salvarla. Allá la dejó a la Refugio, muertita en el patio de la casa para que le diera el relente y no se apestara tan pronto. Le vende dos decilitros por el precio de uno con la condición de que le diga antes de que se enfríe que ella la apreció en vida y que interceda por ella en el cielo. 




"Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente."

Refugio muere sola sin nadie que la auxilie, el padre Rentería los ha dejado colgados, dejó de estar disponible cuando se echó al monte a hacer la revolución. Hasta el Tilcuate se ha unido a él, con él tienen la salvación asegurada. Abundio sale de la tienda dando estornudos y tumbos, saliéndose del pueblo por donde le llevó la vereda de atrás. Llega ante Pedro Páramo tambaleándose y le pide una caridad para enterrar a su muertita. Pedro Páramo se tapa debajo de su cobija y Damiana grita: “Están matando a don Pedro.” Gritos que le taladraban las orejas, gritos que Abundio no entendía y que lo dejaban sordo. 

Cuando vinieron aquellos hombres lo pillan con el cuchillo ensangrentado. Se aparta del camino a vomitar litros y litros de bilis. Solo acierta a decir: “Estoy borracho,” mientras se lo llevan a la rastra, haciendo surcos en la tierra con la punta de los pies, abundando en la tierra, cavando su propia tumba. 

“Todos se van,” piensa Pedro Páramo y a él sólo le queda morir del todo porque ya “estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos.” Piensa en Susana suave, restregada de luna, irisada de estrellas, reflejándose en el agua de noche y luna. Pero la realidad es montaraz y tiene la aridez de la piedra. Al querer aclarar la imagen no puede, las manos ya tienen la inmovilidad de las piedras. También se le detiene el corazón, con él, el tiempo y el aire de la vida. Sabe que en unas horas Abundio le pedirá cuentas por la ayuda que le negó y tendrá que verlo y oírlo porque ya no le quedan manos para taparse los oídos y los ojos. Tendrá miedo de quedarse solo con sus fantasmas. Damiana le despierta, el almuerzo está listo. “Voy para allá, ya voy” son las palabras postreras antes de desmoronarse como un montón de piedras en un regreso a los orígenes porque Pedro es piedra.

Me echaron de los bares 
que usaba de oficina 
y una venus latina 
me dio la extremaunción.
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



lunes, 19 de febrero de 2018

Pedro Páramo (6) Juan Rulfo. Gato sin dueño.




"Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas"

Pedro Páramo (6)
Juan Rulfo

A medianoche Susana siente un peso que recorre las orillas de su cuerpo desde los pies a la cabeza. Se levanta y oye el chirrido de la puerta al entrar o salir. El ruido del agua apaga los sonidos. Se queda dormida, al despertar le grita a Justina que el gato (¿de dos patas?) ha venido de noche otra vez a romper la soledad endémica de esta novela. Ella le informa que su padre ha muerto, que se ha quedado más sola que el muerto de altura enterrado en el frío de la montaña, entre hielos perpetuos. Susana se descuelga con una sonrisa, sabía que había venido a despedirse. Recuerda el día que su padre la baja a un pozo, atada por la cintura, a buscar un tesoro. No podía faltar en esta novela que tiene de todo lo simbólico,  la bajada a la sima y el contacto con la muerte de Susana San Juan por vez primera. También bajó don Quijote a la cueva de Montesinos donde  pierde la noción del tiempo y del espacio entre personajes fantásticos del más alla. La cuerda es el cordón umbilical que la une al mundo de la luz. Encuentra un esqueleto que al tocarlo se descoyunta y al tenerlo en la mano se deshace como si fuera de azúcar, se le queda entre los dedos una pulgarada de polvo grisáceo y áspero. Por eso se ríe ahora mientras la lluvia sigue anegando el valle de Comala. 

Se fue la lluvia y se quedó el viento, el aire que había traído la lluvia. Viento de día que orea los campos y viento de noche, dolorido de tanto gemir. Galerías de nubes bajas se apresuraban por el cielo rozando la tierra, nubes en vuelo rasante. Alguien abre la puerta, una racha de viento apaga la lámpara. Susana piensa, escucha los ruidos de la noche. Ve con los ojos entreabiertos, detrás de la lluvia de sus pestañas, cómo entra el padre Rentería con una vela encendida. Ella se arrastra hacia la luz hasta quemarse, como el revuelo de mariposas de un solo verano atraídas por las bombillas enervadas. El padre la apaga de un soplo al oler a chamusco. En la oscuridad le dice que ya sabe que Florencio ha muerto. Le insiste en que se vaya que ya no lo necesita. 
 -“He venido a confortarte, hija.” Responde el padrecito. 
Nos deja con la duda, no sabemos de qué clase de padre se trata, si espiritual o biológico, porque el padre sale al aire de la noche. “El aire seguía soplando.” 

Pedro Páramo había pasado mala noche la mañana que el tartamudo cabalgó desde la montaña para informarle que los revolucionarios habían matado a Fulgor Sedano. Pasó la noche de pie observando a Susana de cuerpo presente, en constante movimiento entre las sábanas. Algo había que la maltrataba por dentro. Creía conocerla por tantas noches doloridas pasadas junto a ella, pero había un mundo dentro de ella que no alcanzaba a deslindar. Se le complican los días y las noches a Pedro Páramo. Magistral la forma de crear tensión en el relato, rebajada ahora con un poco de humor, políticamente incorrecto como tener una mujer modelo eslava o trabajar de azafata en la Vuelta Ciclista a España. Rulfo crea este personaje, emisario que se atranca al hablar. Lo manda de regreso a parlamentar con los revolucionarios que le quieren quitar las tierras al zar. Que le diga al Tilcuate, Damasio, que lo necesita a su lado. Tropa de refresco al campo de batalla, Fulgor ya estaba bien amortizado. 





"Éste no le daría agua ni al gallo de la pasión"

Pardeando la tarde aparecen por la Media Luna una veintena de jinetes armados. Se han levantado en armas contra el gobierno y los ricos, “móndrigos, bandidos y mentecatos ladrones.” Pedro Páramo les invita a cenar y a la mesa hablan de negocios, les financiará la revolución, les promete cien mil pesos y trescientos hombres mandados por el Tilcuate al que le encanta la bulla. A éste le promete un ranchito con ganado a escoger para que su mujer esté entretenida y le advierte que no se aleje del terreno, que lo vean ocupado si vienen otros. Mientras los hombres armados ajustan cuentas antiguas, siembran la superficie de rencor, calamidad y pabellones de tiro al blanco en nombre de la revolución, en el subsuelo reina el sosiego, los enterrados se ponen tiernos, reviven sueños, hablan en voz alta. ¿Se puede hacer el amor con la mar? Escuchen lo que Juan Preciado le cuenta a Dorotea de lo que él escucha con sus oídos muchachos proveniente de la tumba cercana en otra arriesgada pirueta narrativa del autor: Susana desnuda comulga con el mar, se entrega a la lentitud de las olas antes de que las tediosas gaviotas rompan la oscuridad. “El sol moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.” 

Sensualidad y erotismo mezclado con el dolor de la muerte porque no hay amor sin espinas. Las maniobras amorosas del acercamiento comienzan por los pies de ella que él “mordía como pan dorado en el horno.” Y ella que “dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda, sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido.” Pero mucho más le dolió cuando él murió. Los hombres mueren lejos y nos enteramos de su desaparición por el rastro de dolor variable que dejan en los más cercanos. En Susana será un periódico de papel lo que caliente sus pies, así la encontraron, con los pies envueltos en papel cuando vinieron a decirle que Florencio había muerto. 

Susana reniega de Dios porque no le ha hecho ningún caso. Le había pedido que lo cuidara, pero Él solo se cuida de las almas y ella quería el cuerpo, aquel cuerpo alto, aquella voz dura y seca como la tierra más seca. (Aires legendarios de torero muerto por asta de toro. Federico García Lorca en El llanto por Ignacio Sánchez Mejías: “Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura...”) Aquel cuerpo desnudo “estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos.” Recordaba el cuerpo suelto a sus fuerzas: “¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos?” Hay una elegía en prosa en la hondura conmovedora de los lamentos de Susana San Juan por la pérdida de Florencio




"Cerró la ventana al oír el bramido de los toros"
Obra de Venancio Blanco. 

Pedro Páramo observa la escena de los sueños sin sosiego de Susana, pero nada puede hacer para paliar el dolor por la pérdida. Sale al aire limpio de la noche para despegarse de la imagen. Ella despierta antes de amanecer, sudorosa, se deshace de la ropa y del calor de las sábanas, así la encuentra el padre Rentería, desnuda y dormida. 

El licenciado Gerardo Trujilllo sube a la Media Luna a informar a Pedro Páramo de que los villistas han derrotado a las tropas del Tilcuate. Su propia mujer ayudó a curar a los heridos. Vienen tiempos malos y él se va de Comala. Marcha a Sayula como desplazado por la guerra. Trae los papeles comprometedores encima para que no caigan en manos que puedan dañar al patrón. Pero a Pedro Páramo no le importan, nadie puede discutirle las propiedades. Recibe un “Hasta luego Lucas” por compensación, él que esperaba un finiquito suculento por los servicios prestados. Él que había servido a tres generaciones de Páramos, que había tapado tantos trapos sucios. Lucas Páramo que nunca le pagó sus honorarios. Las veces que libró al consentido niño Miguel de la cárcel. Y qué decir de las violaciones. Cuántas veces tuvo que poner dinero de su propio bolsillo para que ellas echaran tierra al asunto y se callaran, al fin y al cabo iban a tener un hijo güerito. Media hora dura la ausencia de Gerardo Trujillo. Regresa avergonzado por la deslealtad para que le permita seguir llevando los asuntos al patrón. No consigue más que mil pesos para empezar la nueva vida en Sayula, alejados de los cinco mil que esperaba. 

Es noche cerrada. Las estrellas están tan hinchadas de noche que nadie mira la luna triste arrinconada tras los cerros. Se oye el desafiante bramido lejano de los toros de lidia. Tres golpes secos la levantan justo para ver a Pedro Páramo columpiarse por la ventana de la chacha Margarita. Ni con los años se le va lo gatero al patrón, piensa para sí misma. La llamada de lo salvaje que lo arrastra a desaparecer semanas enteras en busca de gatas. Una insinuación a ella, caporala de todas las criadas, habría bastado para que la chacha Margarita hubiera ido a su lecho sin tener que arriesgarse a una caída al saltar por balcones con ojos de gata. Ella misma había sentido el asedio de muchacha. “¡Ábreme la puerta, Damiana! Sin embargo, ella había resistido el asalto sin rendir la fortaleza. Damiana vuelve a sentir los golpes de culatazos contra las puertas, pero eso ya no le interesa y se mete en la cama. Los toros bravos bramando a lo lejos.

Y me envenenan los besos que voy dando 
y, sin embargo, 
cuando duermo sin ti contigo sueño, 
y con todas si duermes a mi lado, 
y si te vas me voy por los tejados 
como un gato sin dueño 
perdido en el pañuelo de amargura 
que empaña sin mancharla tu hermosura.
José Mercé/Joaquín Sabina




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


lunes, 12 de febrero de 2018

Pedro Páramo (5) Juan Rulfo. Soledad al cuadrado.







"Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola"


Pedro Páramo (5) 
Juan Rulfo 

El padre Rentería recuerda que la noche que murió Miguel Páramo no pudo dormir. Los pasos arrastrados le dirigen al río y espantan los perros que husmean las basuras de las calles vacías de Comala. Las estrellas se desprenden del cielo y caen sobre el agua del río. Su posición de confesor le permite jaquear el disco duro de los parroquianos, entrar a hurtadillas en las vidas ajenas y conocer los movimientos de Pedro Páramo. Las mujeres se acusan de haber dormido y de tener hijos con él, de prestarle las hijas. Esperaba que él se acusara de algo, pero como nunca lo hizo, el tampoco hizo nada. Materia reservada, secreto profesional. Al fin y al cabo él había puesto en sus manos el instrumento de extender la maldad a la generación siguiente, Pedro Páramo estiró la maldad a su hijo. Hasta bebieron a la salud del recién nacido que el padre Rentería le entregó porque su madre había muerto de parto. 

El ruido de las carretas que se dirigen a la Media Luna le saca de los recuerdos. Él se agacha en el galápago que bordea el río y a escondidas coge el camino en la dirección contraria de los carreteros que le saludan como se saluda a un muerto. Vuelve a casa pasada la mañana. Su sobrina Ana le cuestiona por la ausencia, las mujeres le esperan en la iglesia, quieren confesarse porque al día siguiente es viernes primero. Evita pensar que ha estado en Contla a buscar confesión y el cura de allí le ha negado la absolución. El hombre a quien protege, Pedro Páramo, ha destruido la iglesia y él lo ha consentido. El pecado no es bueno y para acabar con él no basta con serlo. Hay que ser duro y desmodado. Los creyentes solo mantienen la fe por miedo y superstición. Aunque él sea pobre de pedir, más pobre que todos los pobres, ha entregado el servicio y su alma a unos cuantos, así nada podrá hacer para ser mejor que los que son mejores que él. No puede consagrarse a los demás en pecado. Tendrá que buscar la absolución en otra parte. 

En Comala los frutos son agrios. Echar al surco las semillas y esperar que germinen es un hecho revolucionario, pero sembrar una semilla en Comala es traerla a morir. Aunque la tierra sea buena. Lástima que todas las tierras de Comala sean de Pedro Páramo, que sea el dueño de todo. Va a la Media Luna a dar el pésame a Pedro Páramo, pero rechaza quedarse a comer con él. Antes la obligación que la devoción,  señala el dicho popular. Lo esperan para confesar. La primera mujer en pasar por el confesionario es Dorotea, embriagada de beber en el velatorio de Miguel Páramo. Le confiesa que ella le conseguía muchachas al patrón, pero ya no puede cometer más pecados, viene a quitarle el tiempo. “Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa.” 




"¿Quiénes son ellos para hacer justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien."

El capítulo cuarenta y tres (por mis cuentas) es palabra tallada, prosa poética de una sonoridad luminosa. Un par de páginas gloriosas de ritmo literario que justifican una novela. Por una complejidad narrativa que recorre lo mejor de lo escrito en lengua castellana hasta ese momento. Por la tristeza honda que invade el corazón de una adolescente al darle la mano de nieve a la muerte, apenas con el vello entre las venas y el temblor de las manos al tocar los senos recién brotados a la sensualidad. El tratamiento de la muerte en invierno mezclado con la algarabía de los pájaros nuevos. Rastros de Cervantes en la complicación del artefacto narrativo para narrar los recuerdos de un patio donde maduran los limones, como el patio sevillano, nobleza que madura a la sombra de los limoneros, infancia de Antonio Machado. El aire frío, luz azul que barre de nubes el cielo al final del breve ciclo vital. 

La voz narradora reconoce estar bien muerta y enterrada, incapaz de moverse entre las tablas de un ataúd. Se recuerda tumbada en la misma cama que había fallecido su madre. Siente pena porque “cerrara sus ojos a la luz de los días.” Recuerda lo solas que estuvieron las tres aquel día que la guadaña vino a visitarlas. “La muerte no se reparte como si fuera un bien.” Nadie anda en busca de tristeza. Solas la enterraron con ayuda de aquellos hombres, hombros de alquiler, “sudando por un peso ajeno.” “Qué solos se quedan los muertos” decía Bécquer entristecido desde el cementerio. Y su hermana Justina arrodillada justo encima de donde había quedado su cara. Hay que leer el capítulo cuarenta y tres si quieren leer algo que arañe el corazón; la manera especial con que en México dan la mano a la muerte. 

Los enterrados confunden el espacio, pierden la facultad de discernir entre cercanía y lejanía; como consecuencia, no calculan si las voces vienen de cerca o de lejos. Algo por el estilo le pasa a Juan Preciado durante el cansancio interminable; oye una voz que le parece la de Dorotea, su compañera de nicho. Pero Dorotea no ha dicho ni mu. Ella piensa que habrá sido Susanita, la enterrada en la sepultura grande. (Trasiego romántico de habitantes de las sepulturas como en el Don Juan de Zorrilla). Los muertos viejos rebullen en cuanto sienten la humedad, como las semillas que germinan con las primeras aguas. Hablaba de su madre, lo sola que se murió. Dorotea recuerda que fue porque murió de tisis y nadie quería que se lo pegara. Escuchan a otro jirón de voz hablar de la feroz represión que Pedro Paramo emprendió tras la muerte de su padre, Lucas Páramo, en el trascurso de una boda en los altos de Vilmayo. El afectado quedó cojo, manco y tuerto; a pesar de afirmar que él no había pisado en la boda de Vilmayo, si acaso pasaba por allí. Como nunca se supo de dónde había salido la bala que mató a su padre, Pedro Páramo arrasó parejo. Dice la leyenda que mató a todos los asistentes a la boda. Bodas de sangre. A retazos nos vamos enterando de la vida de Pedro Páramo. Como se acostumbra en esta novela, empezando la historia por el final, primero el tejado para ir rellenando los huecos de la estancia, narrativa ilógica, desde la vida de después y a toro pasado. Pedro Páramo derrotado, de espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna, “aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto.” Así lo encontraron las tropas de los cristeros. Y con la guerra más calamidades: Dorotea comenzó a morirse de hambre. 






"Nadie viene. El pueblo parece estar solo"

Habían pasado treinta años desde que jugara con Susana, la niña que le enseñó a volar papalotes. El primer amor que nunca se olvida. Se había casado y, viuda, había vuelto a su padre. Ahora estaban en su casa respondiendo a la invitación de Pedro Páramo. Bartolomé San Juan había aceptado la invitación porque ya soplaban vientos de guerra en la región y sentía el peso de la culpa por haberle roto las cartas que Pedro Páramo le había escrito durante años. Bajaron de la sierra donde estaban escondidos por seguridad. 

Pedro Páramo llora por tenerla en casa. El padre sabe que el pago de la protección es Susana. No importa que haya tenido muchas mujeres, que el lugar esté untado de desdichas y el patrón sea pura maldad, ella está loca. Bartolomé será un nuevo muerto porque la necesita huérfana. Que se vuelva a las “regiones donde nunca va nadie,” allí será fácil hacerlo desaparecer. 

Es domingo en Comala, día de mercado. Los indios bajan cargados de Apango con sus rosarios de manzanillas y manojos de tomillo y romero. Tienden las hierbas en los portales de la plaza por la lluvia. No será un buen día de ventas porque los hombres no han venido al mercado. Se han quedado en los sembrados arreglando la tierra, abriendo cauces al agua para que no se lleve el maíz recién germinado y la tierra fértil. De camino a la Media Luna Justina Díaz compra por diez centavos un ramito de romero a los indios de Apango. Al oscurecer los indios vuelven a la sierra cargados con la mercancía que no han podido vender. 

Al entrar en la habitación donde Susana duerme su enfermedad, Justina oye una voz que le recomienda la huida, ya no la necesitan. Ella lanza un grito como un aullido no humano que llega a los contornos. Susana despierta y le dice que cuide del gato también por la noche. La noche pasada la tuvo despierta con su circo, brincándole encima y maullando como si tuviera hambre. Amenaza con irse y llevarse al gato, pero no lo hará porque la ha visto nacer y crecer sus ojos y su boca. La enseñó a andar y la puso a jugar con sus pechos secos. “La hubiera apachurrado y hecho pedazos.” Seguía lloviendo en Comala, “diluviando en incesantes burbujas.”


Dormir contigo es estar solo dos veces, 
es la soledad al cuadrado, 
todos los sábados son martes y trece, 
todo el año llueve sobre mojado.
Joaquín Sabina/Fito Paez



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Pedro Páramo (4) Juan Rulfo. Escaparse de las sombras.





"Mis pasos rebotando contra las piedras"


     Pedro Páramo (4) 
Juan Rulfo 

La llegada de Donis interrumpe la conversación entre Juan Preciado y la mujer. El becerro perdido está duro de pelar, saldrá de nuevo de noche como los lobos a buscarlo. Tiene su lógica que entre fantasmas no todos los gatos sean pardos de noche. Dejará solos a la hermana, muerta de miedo, y a Juan. A éste le aconseja que se espere a la mañana para marchar, los caminos están ciegos de breñas y se puede perder. Él lo encaminará. Los fantasmas no necesitan caminos para moverse, pero da que pensar que el recién llegado ya quiera marcharse. 

A través del techo abierto al cielo ve pasar las últimas bandadas de tordos, un poco antes de que la noche cierre los caminos aéreos. La luna puesta en el cielo de estrellas. Los hermanos emparejados le dejan solo. Una mujer envejecida y flaca entra en la habitación y se lleva unas sábanas limpias y dobladas,  además de una petaca que esculca. Temblando de miedo, reconoce las manos y la cara de la mujer que le ofrece agua de azahar, le hará bien. Oye al hombre decir que lo dejen solo, debe ser un místico de ésos que recorren los pueblos viviendo de la caridad. Al volver a la habitación se acuesta con la mujer por miedo a las turitacas (el tío del saco de México). Duerme. Cuando despierta, la estrella de la noche vuelve a estar junto a la luna. La mujer ronca a su lado en la cama de otate cubierta de costales sucios que huelen a orines. Oye la respiración junto a su cama y siente las piernas desnudas de la mujer. Cuando también ella despierta, le dice que su llegada ha sido la excusa que su hermano esperaba para marcharse. Así lo han hecho todos antes que él, todos terminan yéndose. Le ha dejado algo de comer en la cocina. Se lo ha cambiado a su hermana por las sábanas bordadas sin estrenar que guardaba de su madre. Ahora es él el responsable de cuidarla. 

El aire espeso del cuarto le provoca nauseas. El sudor del cuerpo derrite la funda de tierra que envuelve a la mujer. Le falta el aire, Juan intenta respirar de aquel reverbero, el mismo aire retenido en el cuenco de las manos, pero se hace tan fino que termina por irse entre los dedos. Juan sale fuera con el calor pegado en el cuerpo. Sale al cielo enchinarrado de estrellas “y junto a la luna la estrella más grande.” El calor de agosto apenas merma de noche. Lo último que recuerda es la cabeza metida en un nublazón de espuma y pasar del estado de flojera al de ahogo. 

Donis y Dorotea lo encuentran en la plaza “acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo.” Muerto de miedo, lo mataron los murmullos. Pero el aire no faltaba porque pudieron enterrarlo. Murió buscando la querencia, el espacio peligroso donde se ventila la vida, te agarra la muerte y se confunden la mañana, el mediodía y la noche con la diferencia del aire cuya ausencia revienta las cuerdas. 




"Y de las paredes parecían destilar los murmullos"


Llega a la plaza huyendo del calor de aquella mujer resudada, derretida en su propio sudor de tierra, se encuentra con el frío que sale de su propia sangre y que le enchina el pellejo. Huye de las voces de la gente, de los murmullos que expelen las paredes. Por eso lo encuentran muerto en la plaza, porque piensa que entre el alboroto de las voces de la gente está a salvo del miedo, muerto por congelación del alma, la muerte dulce de los hielos perpetuos. 

La ilusión trajo a Juan Preciado a Comala. La ilusión hizo a Dorotea “vivir más de lo debido.” Ahora que está bien muerta y enterrada se entera de que nunca tuvo ningún hijo. Todo por culpa de dos sueños: El bendito y el maldito. El primero le hizo soñar que tenía un hijo, lo cual la obligó a llevar una vida arrastrada de ojos tristes mirando de reojo por si alguien malvado le había escondido el hijo. El segundo le aclaró que nunca había tenido un hijo, se lo demostró uno de los santos que habitan en el cielo. Pero de eso no se enteró hasta más tarde, cuando ya el espinazo le saltaba por encima de la cabeza y apenas podía caminar. Así que se sentó a esperar la muerte, ya no le estorbaba a nadie porque nadie quedaba en Comala, ni siquiera la caridad de la que vivía. La entierran junto a Juan Preciado que le dice que piense en cosas agradables. Ya no hace falta el miedo porque dejaron de ser un estorbo en Comala, regresaron a la tierra y van a estar allí enterrados muchas generaciones de muertos. Venir a Comala para ser enterrado con la loca del pueblo… 

El murmullo de la lluvia al caer alegra la tierra y reanima los corazones de la gente de campo. Fulgor Sedano siente el olor a tierra mojada y sale a mirar cómo el agua desflora los surcos sedientos y penetra en la tierra. Las nubes cargadas cierran el cielo y regresa la oscuridad que ya se iba al amanecer. Doscientos jinetes salen de la Media Luna y se desparraman por los campos recién embarrados. Hay que cambiar los ganados a los nuevos pastos que trae la lluvia. Ya no será necesario echarles maíz de comer. Apenas los hombres a caballo han terminado de salir, aparece Miguel Páramo al galope. Dice a quien le pregunta que viene de ver madres. Fulgor bromea que la madre será Dorotea la Cuarraca, una loca que arrolla un molote como si fuera su hijo. Damiana le aclara que la tal Dorotea es una señora que le “sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos.” Fulgor duda que el consentido jovencito Miguel cuaje en hombre hecho y derecho. Demasiado violento. Hay que vivir más despacio para lograrse. Es inútil jugar con el tiempo carreras que siempre se pierden. 



"Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo."

Llueve sobre mojado, el día anterior había venido a quejarse una mujer a la que le habían matado al marido. Venía cargada de arrobas de desconsuelo. Miguel va sembrando semillas de odio en la gente que le van a explotar en la cara aunque el padre lo disculpe por su juventud y diga que la gente que mata no existe. 

Juan es tierra, siente desde dentro de ella cómo  la lluvia le cae encima. Es tierra nutricia. Su madre siempre le describía los cambios de la superficie de Comala cuando el agua llegaba. Cómo penetra la tierra para descomponerla, sacándole los colores le da nueva vida; ciclo repetido como un ritual todos los años. Nada más revolucionario que una semilla sembrada en un buen barbecho; la vida nueva que surge de la descomposición de los nutrientes, de los escombros de la tierra. El maravilloso misterio de la vida.   Juan confiesa a Dorotea que estuvo tan poco en Comala que no llegó a ver el cielo. Ella tampoco recuerda haberlo mirado desde que el padre Rentería le aseguró un día que nunca alcanzaría la gloria. Así perdió el interés por alzar la frente, siempre con la mirada baja (gente de la mirada baja, como ahora con el móvil). Desolada, perdida la ilusión, se apartó del camino, se sentó a esperar la muerte. Desde entonces el alma vaga buscando vivos que recen por ella. 

Contra el amanecer, los hombres meten el cuerpo muertito de Miguel Páramo en la casa. Pedro Páramo recuerda la madrugada en la que su madre le comunica que han matado a su padre. Tres generaciones de muerte. No quería revivir aquellos recuerdos porque aquella muerte arrastró muchas muertes. Ahora era distinto, la única muerte que el fallecimiento de Miguel arrastró fue la del caballo que mandó matar para que dejara de sufrir. También mandó que las mujeres no lloraran tanto por su hijo Miguel.

Enemigos íntimos del cálculo y la norma 
usureros del peligro y el azar, 
vamos a invitarlos a escaparnos de las sombras 
y, si no lo conseguimos, nos da igual.
Joaquín Sabina y Fito Paez. 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


Cada vez hay más puertas y espacios pintados en  el barrio del Oeste de Salamanca. Es un placer darse una vuelta por sus calles repletas de arte.