miércoles, 7 de febrero de 2018

Pedro Páramo (4) Juan Rulfo. Escaparse de las sombras.





"Mis pasos rebotando contra las piedras"


     Pedro Páramo (4) 
Juan Rulfo 

La llegada de Donis interrumpe la conversación entre Juan Preciado y la mujer. El becerro perdido está duro de pelar, saldrá de nuevo de noche como los lobos a buscarlo. Tiene su lógica que entre fantasmas no todos los gatos sean pardos de noche. Dejará solos a la hermana, muerta de miedo, y a Juan. A éste le aconseja que se espere a la mañana para marchar, los caminos están ciegos de breñas y se puede perder. Él lo encaminará. Los fantasmas no necesitan caminos para moverse, pero da que pensar que el recién llegado ya quiera marcharse. 

A través del techo abierto al cielo ve pasar las últimas bandadas de tordos, un poco antes de que la noche cierre los caminos aéreos. La luna puesta en el cielo de estrellas. Los hermanos emparejados le dejan solo. Una mujer envejecida y flaca entra en la habitación y se lleva unas sábanas limpias y dobladas,  además de una petaca que esculca. Temblando de miedo, reconoce las manos y la cara de la mujer que le ofrece agua de azahar, le hará bien. Oye al hombre decir que lo dejen solo, debe ser un místico de ésos que recorren los pueblos viviendo de la caridad. Al volver a la habitación se acuesta con la mujer por miedo a las turitacas (el tío del saco de México). Duerme. Cuando despierta, la estrella de la noche vuelve a estar junto a la luna. La mujer ronca a su lado en la cama de otate cubierta de costales sucios que huelen a orines. Oye la respiración junto a su cama y siente las piernas desnudas de la mujer. Cuando también ella despierta, le dice que su llegada ha sido la excusa que su hermano esperaba para marcharse. Así lo han hecho todos antes que él, todos terminan yéndose. Le ha dejado algo de comer en la cocina. Se lo ha cambiado a su hermana por las sábanas bordadas sin estrenar que guardaba de su madre. Ahora es él el responsable de cuidarla. 

El aire espeso del cuarto le provoca nauseas. El sudor del cuerpo derrite la funda de tierra que envuelve a la mujer. Le falta el aire, Juan intenta respirar de aquel reverbero, el mismo aire retenido en el cuenco de las manos, pero se hace tan fino que termina por irse entre los dedos. Juan sale fuera con el calor pegado en el cuerpo. Sale al cielo enchinarrado de estrellas “y junto a la luna la estrella más grande.” El calor de agosto apenas merma de noche. Lo último que recuerda es la cabeza metida en un nublazón de espuma y pasar del estado de flojera al de ahogo. 

Donis y Dorotea lo encuentran en la plaza “acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo.” Muerto de miedo, lo mataron los murmullos. Pero el aire no faltaba porque pudieron enterrarlo. Murió buscando la querencia, el espacio peligroso donde se ventila la vida, te agarra la muerte y se confunden la mañana, el mediodía y la noche con la diferencia del aire cuya ausencia revienta las cuerdas. 




"Y de las paredes parecían destilar los murmullos"


Llega a la plaza huyendo del calor de aquella mujer resudada, derretida en su propio sudor de tierra, se encuentra con el frío que sale de su propia sangre y que le enchina el pellejo. Huye de las voces de la gente, de los murmullos que expelen las paredes. Por eso lo encuentran muerto en la plaza, porque piensa que entre el alboroto de las voces de la gente está a salvo del miedo, muerto por congelación del alma, la muerte dulce de los hielos perpetuos. 

La ilusión trajo a Juan Preciado a Comala. La ilusión hizo a Dorotea “vivir más de lo debido.” Ahora que está bien muerta y enterrada se entera de que nunca tuvo ningún hijo. Todo por culpa de dos sueños: El bendito y el maldito. El primero le hizo soñar que tenía un hijo, lo cual la obligó a llevar una vida arrastrada de ojos tristes mirando de reojo por si alguien malvado le había escondido el hijo. El segundo le aclaró que nunca había tenido un hijo, se lo demostró uno de los santos que habitan en el cielo. Pero de eso no se enteró hasta más tarde, cuando ya el espinazo le saltaba por encima de la cabeza y apenas podía caminar. Así que se sentó a esperar la muerte, ya no le estorbaba a nadie porque nadie quedaba en Comala, ni siquiera la caridad de la que vivía. La entierran junto a Juan Preciado que le dice que piense en cosas agradables. Ya no hace falta el miedo porque dejaron de ser un estorbo en Comala, regresaron a la tierra y van a estar allí enterrados muchas generaciones de muertos. Venir a Comala para ser enterrado con la loca del pueblo… 

El murmullo de la lluvia al caer alegra la tierra y reanima los corazones de la gente de campo. Fulgor Sedano siente el olor a tierra mojada y sale a mirar cómo el agua desflora los surcos sedientos y penetra en la tierra. Las nubes cargadas cierran el cielo y regresa la oscuridad que ya se iba al amanecer. Doscientos jinetes salen de la Media Luna y se desparraman por los campos recién embarrados. Hay que cambiar los ganados a los nuevos pastos que trae la lluvia. Ya no será necesario echarles maíz de comer. Apenas los hombres a caballo han terminado de salir, aparece Miguel Páramo al galope. Dice a quien le pregunta que viene de ver madres. Fulgor bromea que la madre será Dorotea la Cuarraca, una loca que arrolla un molote como si fuera su hijo. Damiana le aclara que la tal Dorotea es una señora que le “sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos.” Fulgor duda que el consentido jovencito Miguel cuaje en hombre hecho y derecho. Demasiado violento. Hay que vivir más despacio para lograrse. Es inútil jugar con el tiempo carreras que siempre se pierden. 



"Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo."

Llueve sobre mojado, el día anterior había venido a quejarse una mujer a la que le habían matado al marido. Venía cargada de arrobas de desconsuelo. Miguel va sembrando semillas de odio en la gente que le van a explotar en la cara aunque el padre lo disculpe por su juventud y diga que la gente que mata no existe. 

Juan es tierra, siente desde dentro de ella cómo  la lluvia le cae encima. Es tierra nutricia. Su madre siempre le describía los cambios de la superficie de Comala cuando el agua llegaba. Cómo penetra la tierra para descomponerla, sacándole los colores le da nueva vida; ciclo repetido como un ritual todos los años. Nada más revolucionario que una semilla sembrada en un buen barbecho; la vida nueva que surge de la descomposición de los nutrientes, de los escombros de la tierra. El maravilloso misterio de la vida.   Juan confiesa a Dorotea que estuvo tan poco en Comala que no llegó a ver el cielo. Ella tampoco recuerda haberlo mirado desde que el padre Rentería le aseguró un día que nunca alcanzaría la gloria. Así perdió el interés por alzar la frente, siempre con la mirada baja (gente de la mirada baja, como ahora con el móvil). Desolada, perdida la ilusión, se apartó del camino, se sentó a esperar la muerte. Desde entonces el alma vaga buscando vivos que recen por ella. 

Contra el amanecer, los hombres meten el cuerpo muertito de Miguel Páramo en la casa. Pedro Páramo recuerda la madrugada en la que su madre le comunica que han matado a su padre. Tres generaciones de muerte. No quería revivir aquellos recuerdos porque aquella muerte arrastró muchas muertes. Ahora era distinto, la única muerte que el fallecimiento de Miguel arrastró fue la del caballo que mandó matar para que dejara de sufrir. También mandó que las mujeres no lloraran tanto por su hijo Miguel.

Enemigos íntimos del cálculo y la norma 
usureros del peligro y el azar, 
vamos a invitarlos a escaparnos de las sombras 
y, si no lo conseguimos, nos da igual.
Joaquín Sabina y Fito Paez. 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


Cada vez hay más puertas y espacios pintados en  el barrio del Oeste de Salamanca. Es un placer darse una vuelta por sus calles repletas de arte. 


3 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

Es ahí, con Dorotea, donde se descubre la verdadera condición del diálogo de Juan Preciado. Mujer de tierra, hombres de tierra, vamos a estar mucho tiempo enterrados. Murmullos que matan.
Un placer pasear por tu blog.
Besos, Pancho.

Myriam dijo...

JaJajajaja genio y figura que metiste a Sabina en la tumba de Dorotea y Juan Preciado. Por cierto, las ilustraciones están "padrísimas”

Subo a tu 5ta entrega

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es verdad, acabas de abrirme los ojos: Juan Preciado estuvo vivo solo unas horas en Comala, para reposar allí toda la eternidad de un libro. Qué visión más esclarecedora.