miércoles, 28 de marzo de 2018

El hombre pez (4) José Antonio Abella. La llave de tu puerta.




"Albergaba una vegetación rala que sobrevivía malamente al desgaste de las olas en las mareas altas"

El hombre pez (4) 
José Antonio Abella 

El canto del gallo al amanecer activa al buhonero que despierta a Francisco. La almohada y el alba han suavizado la aspereza del día anterior con el huésped. Le da consejos de padre entre sorbo y sorbo del tazón de caldo caliente. Indicaciones de padre acostumbrado a obedecer al patrón por la buena marcha del negocio, consejos elementales a quien se enfrenta al mundo laboral por vez primera. Se resumen en dos: trabajar mucho, cobrar poco y protestar menos para tener contento al patrón. Ya habrá tiempo de reivindicar mejoras; para protestar, huelgas a la japonesa como durante la crisis, producir más con menos. Francisco se entrevista con Anso de Arpelaiz y entra a trabajar de aprendiz en su pequeña empresa. Trabajan en el astillero,  además del patrón, dos aprendices: Koldo y Erruki. Total por alojamiento y manutención contará con un joven fuerte y trabajador, lo tendrá a prueba una temporada. 

Francisco tampoco es bien recibido en el pequeño astillero. El primer día es movido. Como Francisco sigue al pie de la letra los consejos del buhonero, trabaja y trabaja sin levantar cabeza, sin conocimiento, como la mula del arriero. Tanta actividad no es bien vista por los más veteranos, viene a romper el ritmo y los vicios establecidos por la costumbre. El autor nos cuenta un caso de acoso laboral de libro, pero esta vez con final feliz que es precisamente como no suelen acabar estos casos en la realidad del mundo del trabajo. La manera de Anso de resolver el conflicto es fantástica. Con jefes así, con ese sentido de la justicia tan Llarena, solitario y sin estrella de sheriff justiciero, uno iría navegando con los barcos de su astillero al fin del mundo. Lean, lean y vean. 

Para cualquier oficio se necesita una habilidad determinada. Francisco de la Vega se tira dos años intentando aprender, pero no hay manera. Nunca es capaz de hacer un corte recto o conseguir que las hembras encajen con los machos en el machihembrado de las maderas del barco. La evidente torpeza de Francisco para los trabajos manuales llevan a Anso a degradarlo, lo rebaja de aspirante a carpintero a aprendiz de calafate. Este oficio es menos exigente y más sucio, consiste en taponar las rendijas del barco para hacerlo estanco. Para ello el calafate tiene que preparar el producto. Hierve alquitrán mezclado con sebo para que la estopa deslice y penetre en las juntas de las tablas del barco. Al acabar la jornada de trabajo tiene otra jornada de limpieza con piedra pómez para quitarse lo negro pegado a la piel, quedando como un centollo desollado de tanto raspar. 


"De haber estado bravío el oleaje, es seguro que habría elegido otro lugar, pues las olas lo hubiesen despedazado entre los cuchillos de las rocas"

Francisco comienza a pensar en las riquezas que el mar esconde cuando Perucho le cuenta que un pescador ha pescado un congrio con un doblón de oro en las tripas, encontrado seguramente en el pecio de un galeón hundido en la bahía de Cádiz. Empieza a pensar que el mar significa libertad. Como cuando Lázaro se convierte en atún nuevo, un cerebro a estrenar. Allí será el rey de las islas solitarias. Nadie se reirá de él y no le llamarán magüeto con mala baba porque los peces no hablan. El padre de Bibiñe no le descartará como novio de la hija por no ser más que un calafate, por mucho que hacer bien el oficio sea necesario para que los barcos no se hundan, los ratones sean indispensables para el gato o los mulos sean obligatorios para el trabajo del arriero. Así que el día de San Juan después de buscar verbenas y tréboles de cuatro hojas que le libren del cabayuco, como hacía en Cantabria, y ponerle el manojo de flores y yerbas a la ventana de Bibiñe, desaparece en la ría. 

La noche de San Juan es la más corta del año. Para Francisco aquella fue la noche de la libertad. Nadó con toda la fuerza que le permitían sus brazos robustos para huir de la esclavitud. Nadó a la inversa de la popular canción de taberna: desde Bilbao a Santurce a mar abierto sin parar antes de que cayera la noche, siguiendo “la estela roja que el sol poniente marcaba en la cresta de las olas.” Cuatro leguas marinas hasta la rada de Berrón. Duerme sobre unos helechos, agotado por el esfuerzo de nadar, mordido por el hambre y azotado por la sed que puede apaciguar en un arroyo a la luz de la luna. 

De mañana come mejillones y lapas que arranca de las piedras. Temeroso de que lo descubra algún campesino o pescador se tira a la mar, su refugio, lejos de las humillaciones de la tierra. Se sumerge a rescatar los orígenes, a explorar las praderas submarinas que se le parecen a la huerta de su madre en formas y colores. De sorpresa en sorpresa va descubriendo peces largos como serpientes; otros, feos como demonios amenazantes o peligrosos como el latigazo de una anémona que le deja el brazo escocido como si le hubieran azotado con una mata de ortigas. Hay hostilidad allí abajo, no todo es bello e inofensivo en la vida submarina. La flojera del brazo le obliga a descansar en la orilla la tarde del veinticuatro de junio. El veinticinco amanece entre los ladridos de los perros del pastor que le sobresaltan y le echan al mar ante el temor de ser atrapado como un bicho raro, desnudo como los animales de la mar. Así estuvo durante algunos días: huyendo de los humanos, escondiéndose mar adentro y volviendo al camastro de helechos cuando el peligro había pasado. Decidió nadar hacia poniente y pasar Castro Urdiales. En la isla Ballena roba la ropa de un enamorado y con ella bien envuelta llega a Laredo. Allí se viste y un marinero le ofrece trabajo en un barco. Come y se embarca, pero cuando descubre que el rumbo es levante, se tira al agua en alta mar. A nadar de nuevo hasta una cueva del monte Buciero donde pasa cuatro años alejado de los hombres, olvidando el habla, aprendiendo supervivencia en el mar, sumido “en un estado híbrido, a medio camino entre la naturaleza de los hombres y la de los peces, donde los instintos se imponían a las normas, las sensaciones a los razonamientos, las evidencias a los dogmas.” Partícipe de la respiración del universo. Fascinado por “las praderas multicolores del fondo marino.” 


"Vio a un delfín flotando sobre las aguas, medio muerto, enmarañado en un largo trozo de red"

Un día libera a un delfín atrapado por una red a la deriva. El pobre animal lanza al aire gemidos de auxilio que nadie escucha. El agradecimiento del delfín frotando el lomo suave contra las piernas del salvador, como un gato satisfecho se frota con las piernas del dueño con el rabo erguido, le hacen llorar y sentir sensaciones humanas que no sentía desde hacía tres años y que creía olvidadas como los besos de la madre, los abrazos de los hermanos o las caricias de Bibiñe en su pelo pelirrojo. 

La sociedad con el delfín le afianza su innata atracción por el agua. Un auténtico tratado de paz entre el hombre que pisa en falso en tierra firme y los habitantes del mar. Armisticio entre el hombre que extermina las ballenas, tiñe de rojo espeso el agua salada y que al mismo tiempo denuncia el modelo extractivo de explotación extrema del mar. Páginas de felicidad compartida de dos descartados de sus tribus: Un hombre al que obligan a abandonar a los de su raza y un delfín solitario que abandona su manada. Se enseñan sus posesiones, la cueva que le da agua de beber y los misterios fascinantes de las profundidades marinas que ningún hombre más había visto antes que él. Al lado de su amigo delfín descubre los secretos del agua, la paradoja del agua; el agua es más problema en el mar que en el desierto más seco.


"Now the beach is deserted except for some help 
And a piece of an old ship that lies on the shore. 
You always responded when I needed your help, 
You gimme a map and a key to your door. 

Sara, oh Sara, 
Glamorous nymph with an arrow and bow, 
Sara, oh Sara, 
Don't ever leave me, don't ever go."
Bob Dylan



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


3 comentarios:

Paco Cuesta dijo...

Leyendo "El hombre pez" una pregunta me persiguió: ¿huía Francisco de su especie, o era de otra especie, al menos mentalmente?

Abejita de la Vega dijo...

Las soledades de Francisco en la cueva y en el mar, con sus amigos los peces, nos acompañan en nuestras soledades de lectores, buena soledad en compañía.
La Bibiñe no será para un pobre Calafate, tal vez en Cádiz...sueña.
Un placer volver contigo a El hombre pez. Un abrazo Celestino.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

El momento en el que el protagonista comprende que su sitio no está entre los de su propia especie...
Veo que aprovechaste la visita de Dylan a Salamanca. Espero que la disfrutaras.