martes, 26 de diciembre de 2017

La noche que no paró de llover. Laura Castañón.





"Empecé a amarte por el secreto y en el secreto"

La noche que no paró de llover 
Laura Castañón 
Comentario

Laura Castañón ha escrito una novela que secunda la excelente impresión que dejó en los lectores Dejar las cosas en sus días, su ópera prima. El tema principal son los recuerdos de Valeria, una mujer mayor,  más cerca de los noventa que de los ochenta que se aloja en una residencia de ancianos. Hurgar en el pasado hasta hacer sangre y  por vasos comunicantes profundizar en la memoria histórica como en la primera novela. Valeria acude los martes a la consulta de Laia, una psicóloga que le ayuda a coger fuerzas para abrir un sobre que su hermana, Gadea, le deja al morir. Un miedo patológico, el canguelo que te entra al abrir un sobre con las notas de unas oposiciones o los resultados de unos análisis médicos. Laia es una  recién llegada a Gijón por amor, siguiendo los pasos de Emma, colega de profesión a la que conoce en Madrid. Con lo cual ya tenemos otro tema que la autora desarrolla con maestría para instalar tensión narrativa en el relato: la relación desde dentro de una pareja homosexual femenina cuya personalidad es bastante diferente. Anexos a esto, como se pueden imaginar, van tratados asuntos de candente actualidad: parejas de hecho; los hijos y sus diferentes variables de paternidad y maternidad fuera del patrón clásico de hombre y mujer; conflictos en las parejas, similares a cualquier pareja heterosexual patriarcal de toda la vida; el grado de aceptación de los padres y de la sociedad en general, etc. 

Para mí es una novela valiente, arriesgada, porque erige de protagonista a un personaje a contrapelo, adusto, tieso como un palo seco; vamos, lo más parecido a una señorita Rottenmeier, una máquina de reñir. A través de un lento proceso de ablandamiento de la coraza, a medida que la novela avanza, se llega a los entresijos más profundos de un ser humano, a los secretos  que no se le cuentan ni al confesor. Sonsacar es el milagro, y el diván de Laia (la psicóloga que escucha, interpreta y a veces juzga) lo consigue de manera magistral. A través de sus monólogos semanales ante la confesora nos vamos enterando progresivamente de su historia. Valeria es una privilegiada, pertenece a una de las familias acomodadas de Gijón. Nunca pasó necesidad, ni siquiera en los peores momentos de la Guerra Civil cuando el Almirante Cervera y la aviación de los nacionales bombardeaban la ciudad; la familia tiene una casa en un pueblo lejos de las bombas y un padre que consigue salvoconductos para atravesar las líneas y controles de los milicianos sin contratiempo. Noventa años dan mucho que contar, demasiadas historias dormidas, por eso la novela se alarga bastante. La autora consigue al final que el lector y los que la rodean la exoneren de culpa, lo cual parecía imposible al principio. He aquí a mi juicio otra de las habilidades de la autora: cómo conseguir la empatía con Valeria, compendio de cualidades negativas, una señora pija en el vestir, una fascista de esas que hay que echar del barrio y señalarla en las paredes. Pero nadie lo hace, seguramente porque la autora opta por la imparcialidad, está convencida de que los conflictos hay que mirarlos siempre con dos ojos para evitar caer en el sectarismo. No voy a contar los porqués, sería desvelar demasiado de la historia. 




"Empecé a amarte a la vez que aprendía los caminos secretos que me llevaban al centro de ti misma"

El armazón narrativo guarda cierta complejidad, está constituido por una voz narradora en tercera persona intensa, quiero decir intimista, que se mete en la mente de los personajes hasta llegar al fondo de tristeza y cierta melancolía que impregna la obra en su conjunto. Esta voz en tercera persona se mezcla con los sueños de Valeria, reproducidos en primera persona e indicados en letra cursiva; se amalgama al monólogo de Valeria ante Laia a la que cuenta los pecados inconfesables y después está también la primera persona en el tono desenfadado y desenvuelto del diario de Emma que le da vivacidad y chispa al relato. Los comentarios en agraz que Emma vierte en su diario son el contrapunto humorístico a la tristeza que invade la novela. Es decir, la novela crece en esta mezcla de  tonos, de temáticas y de técnicas narrativas que de forma paulatina nos vamos encontrando a medida que el relato avanza. 

Como ya hemos señalado, el personaje de Valeria vertebra la narración, cosido a ella surge Feli, otra mujer y otro personaje importante aunque no sea de los principales de la novela. Feli trabaja de empleada en la residencia de ancianos de Valeria, es un personaje que fascina porque trabaja en lo que nadie quiere, porque es ella quien nos enseña cuál es el trabajoso proceso de creación de un libro. En cierta forma el lector empuja a que descubra hechos y datos sobre Valeria que el lector ya sabe; por ejemplo, deduciendo por fotos antiguas que Gadea no es una perra. La autora consigue que los lectores se unan a Feli en el proyecto común de escribir un libro sobre la memoria histórica. He aquí otro valor añadido de la novela: recoger los recuerdos de las últimas voces vivas de la Guerra Civil (van desapareciendo por imperativo biológico), los testimonios directos de la brutalidad del hombre cuando pierde el raciocinio, la humanidad, y se comporta como las bestias. Hay aquí suspense y acción, un guiño a las técnicas que los autores de novela negra usan para investigar casos o descubrir asesinos, ganando así a los lectores para su causa, haciendo que las  afinidades sean electivas. 

El comienzo de La noche que no paró de llover es raro. Un punto de partida a contracorriente que no se ajusta a lo que estamos acostumbrados a leer: un principio espectacular que te pegue como una lapa a la lectura. Sin embargo, la novela consigue una aceptación lenta pero segura; incluso te hace regresar a su lectura una vez que has llegado al final. Entonces comprendes el significado del sueño y te das cuenta de la jugada maestra de la autora; te está revelando el final desde el principio sin que te enteres. El tema primero que desencadena la escritura, la materia sólida del cimiento necesario para que florezca la fuerza creadora y se escriban más de quinientas páginas de literatura e historias que convergen.

Otro rasgo que llama la atención de la novela es la brevedad de los capítulos, perfectamente abarcables para el lector con prisas y poco tiempo para dedicarle al vicio de leer. Esta lectura fragmentaria, acorde con la tendencia actual de leer a pocos y seguramente influenciada por  internet y la lectura en pantalla, le dan dinamismo a la narración y favorecen el cambio de estilo y tono de la escritura que va de una notable intensidad lírica a páginas en las que el humor es un ingrediente activo, pero no esperen cambios bruscos, la suavidad y el temple es la norma hasta dejarlo todo a un andar. Y que no se me olvide citar el logro de introducir pequeños trozos de canciones al final de los capítulos en los que Emma se desmelena en su diario, recuerdo el blog de Aldabra que usaba el recurso con sabiduría. 




"Empecé a amar tus clavículas, a perderme en el laberinto de los mechones de tu pelo"

Que el primer sueño es la forma de cerrar el círculo de los diez sueños de Valeria, estratégicamente distribuidos a lo largo de la novela, lo sabemos más tarde. Estos sueños son como el heraldo de la narración que sigue,  contado todo en tercera persona. La entradilla de la crónica desarrollada más tarde. Incluso se nos da la clave del título, sin desmedro de lo que viene a continuación: “Creo que nunca lo había visto sonreír así, con todos los dientes. Sonríe y respira, y yo me digo, pero cómo va a ser, si ya han pasado tantos años, y sin embargo sé que es esa noche porque oigo la lluvia, no para de llover.” 

Los dientes como fijación, lo mismo que Cervantes, deben ser las estrellas que te hacen ver en el techo de la consulta del dentista mientras permaneces con la boca abierta a su merced. Laia en medio de cornejas, como las palomas durante una noche que no deja de llover. Emma y su diario para avanzar en la trama y conseguir un llamativo contraste entre el estilo severo de las confesiones Valeria y el desenfado del diario de Emma

Después del sueño tan enigmático,  la lucha con el paraguas madrileño siguiendo a un perro, (algo del paraguas de Augusto Pérez al comienzo de Niebla y un perro al que seguir). Un paraguas que no está acostumbrado a los arreones de la lluvia horizontal de Gijón que los deja inservibles,  en un guiño a la portada de Dejar las cosas en sus días, una Mary Poppins voladora en un paraguas.

Si el estimado lector ha llegado hasta aquí, es buena señal porque quiere decir que le interesa la novela y si no la ha leído todavía, haría bien en leerla, no le defraudará.  

La nostalgia que trajo desde su 
hogar, y la historia de una vieja 
manta que se olvidó en aquel cajón 
del aparador 
 Que ocupaba la pared donde 
colgaban las fotos que no pudo 
recoger cuando tuvo que salir, 
aquel día que no paraba de llover. Y 
en el banco que queda donde la 
estación de tren, ella canta 
canciones para quien quiera 
escuchar
Nena Daconte



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 13 de diciembre de 2017

La saga/fuga de J.B. (40) Scherzo y fuga. Gonzalo Torrente Ballester. Juegos de manos.




"Macora custato lostia"

La saga/fuga de J.B. (40) 
Scherzo y fuga 
Capítulo 3 
Gonzalo Torrente Ballester 

Cuando el corregidor descerraja los candados de la puerta grande de la casa, aparece a contraluz la silueta de don Asterisco. Entra con la elegancia y paso de los jóvenes cardenales romanos, destocado de la teja que lleva en una mano, como un espantapájaros oscuro recortado contra la claridad de la calle. Dice que viene en son de paz, trae un mensaje de las tropas reales, pero su oferta suena más a amenaza y chantaje: no pasarán a cuchillo a los defensores si les entregan a los cabecillas del motín contra el Santo Oficio y ceden la custodia del Santo Cuerpo Iluminado. Y añade un deseo íntimo, a modo de petición personal: que la Señora Viuda sienta el mordisco de la soledad en un convento donde el canónigo pueda tutelarla, sacar su alma del pecado y encaminarla a la salvación. Un suspiro, ni corriente ni sentimental, escapa de la boca de la viuda a modo de respuesta. 

Los suspiros son una materia poco investigada. José Bastida no es un experto, pero puede distinguir entre los suspiros de alivio que su madre dio al parirle y el suspiro de Julia al subir las escaleras a oscuras tanteando el aire con las manos. Las congojas se le escapan del pecho al juntar las manos frías y temblorosas con las de José Bastida en la oscuridad y sentir la atracción hacia él con la fuerza de un imán. Huele bien, a pachuli fino, seguramente regalo de algún viajante catalán como trámite previo a la conquista. Las manos repasan la tela suave del camisón. El lleva el pijama nuevo, una rareza cara, exclusivo de burgueses acomodados ¡Cuánto no le habrá costado! 




"sema lostia faldelida"

Después Joseíño ya no recuerda si es ella la que da permiso para acariciarla o pide que la acaricie porque lo que sucede a continuación es tan maravilloso que lo deja escrito para los restos en su idioma privado. Ella se siente como desmayada, en el mismo centro del silencio, “empujada por todos los sistemas, por todos los músculos y nervios” antes de quedarse quieta. Las vibraciones positivas se propagaban por la estancia sin degradarse y “regresaban cargadas de perfumes, sabores y polvillo de estrellas remotas.” Un crujido en el tramo de escaleras que siempre cruje, saca a ambos del “ancho espacio y largo tiempo.” Siente una sombra menuda y encorvada traspasar las tinieblas del descontrol. Es don Acisclo que riñe al electricista por errar en el relámpago que desvela a los espectadores el misterio de su sombra. El objetivo de don Acisclo es provocar horror. Para ello proyecta una luz verde de cadáver en los decorados que representan las escalinatas de la Colegiata y la cuesta de la Rúa Sacra, adornados con cortinajes verdes sostenidos por ángeles trompeteros. La Rúa Sacra se llena de gente, confundido entre el gentío camina don Fulgencio Torroella muerto, pero no de su muerte en el treinta y seis. Los vivos se mezclan con los muertos en la ceremonia de la confusión. 

En el centro del escenario instalan a martillazos un poste alto rodeado de haces de leña seca. Justo entonces es cuando Jota Be comprende que van a representar a Juana de Arco con texto de don Acisclo. En ese preciso instante le vienen ganas de fastidiar un poco. Mete en el escenario un tren cargado de putas negras dando vueltas alrededor del poste, pitando y asustando a los espectadores hasta que descarrila y hace mutis por el foro. 

Don Acisclo saca de la manga cuatro muñecos que recrecen hasta el tamaño de un hombre alto. Representan a cuatro clérigos: don Asclepiadeo, don Asterisco, don Amerio y don Apapucio. Qué pena no poder ensayar la eficacia de la leña sobre algún hereje si el tren hubiera venido cargado hasta los topes de herejes. Él no puede escuchar lo que hablan los clérigos entre sí, pero se entera de lo que dicen. Los fenómenos extraordinarios le dan mala espina. Vienen del otro mundo, el cielo está vacío. No hay fuego en el infierno. No han visto a Dios por parte ninguna. Malamente lo van a ver si Dios no existe, sentencia don Acisclo. Sin embargo, ahora van a juzgar en nombre de Dios, precisamente porque no existe. Hay que juzgar, hay que juzgar porque es lo que les gusta y es para lo que están. Juzgar a la maldita sirena, a Marietta, a Guadalupe o a cualquier culpable. Cada uno se dispone a contar su historia. Que por otra parte es lo que llevan haciendo desde que están muertos, para desesperación del público asistente. No hay derecho a hacerles esperar por muy muertos que también estén. Total para escuchar a los cinco cabrones que se ríen de sus conquistas femeninas y abandonos posteriores. Reconoce que lo que más le molesta son los fundamentos teóricos del chorrito de oro que sale del abdomen. “¿Por qué habían de estar encaminadas al placer del otro?” "¿Qué especie de monstruos eran las hembras, cuya vida giraba en torno al hecho de apropiarse con carácter exclusivo o compartido el chorrito de uno o varios varones?” 




"mástida curva leslipolantes"

Cada uno de los cinco ha resuelto el conflicto a su modo. Don Acisclo es experto en poluciones nocturnas, se inspira en dos o tres potentes imágenes eróticas; por ejemplo, en una mujer que enseña los tobillos al subir la escalera, se desnuda poco a poco y sin necesidad de contacto se encadena al efecto final. Un método gratuito que ha perfeccionado mediante la dedicación de tiempo al estudio y ejercicio del arte, mientras otros se dedican al galanteo y folloneo. 

Don Asterisco es más partidario del método monacal porque,  según señala,  “los tres últimos golpes nadie los da como el interesado.” Los problemas de don Acisclo con el chorrito de oro son otros. Las cuatro variantes con Marietta y las dos con Guadalupe levantan olas de admiración entre los presentes. Don Acisclo impone el criterio de que al alzarse el telón lo mejor es un cuarteto de cámara con la variante de sustituir uno de los violonchelos por una trompeta que espabile a los difuntos rezagados o a los vivos dormilones. El trompetista lo tienen en don Amerio, aprendió a tocar en Las Filipinas para congregar a los tagalos a los oficios religiosos de los domingos y fiestas de guardar. De nuevo don Acisclo impone el programa; tocarán el quinteto para cuerda y trompeta, opus 52 bis, de Von Bonivorgenberg. 

La ejecución es perfecta, sobre todo la de don Acisclo que arrebata a los muertos de sus muertes con el solo de su Guarnieri en el largo scherzo. Los espectadores no han dejado de aplaudir cuando irrumpen en la sala unos encapuchados con chicotes en las manos listos a repartir zurriagazos en todas las espaldas. Se va a proceder al juicio público de cuatro pecadoras.

Si estrenaban Cleopatra y pedían el carnet 
 yo iba con corbata y pomada que cura el acné. 
 Hasta que aquella bici de mi niñez se fue quedando sin frenos 
 y en la peli que pusieron después nunca ganaban
los buenos. 
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 7 de diciembre de 2017

Don Juan Tenorio (y 6) José Zorrilla. Rey sin corona.





"Y las campanas doblando por ti están"

Don Juan Tenorio (y 6) 
José Zorrilla 

ACTO TERCERO 
El ritmo apresurado de los primeros actos se serena en la segunda parte. De los diálogos eléctricos pasamos a los largos soliloquios que reflejan el conflicto interior de don Juan. La tensión dramática se articula en torno a la salvación o condenación del protagonista y a la lucha interior por discernir entre alucinación y realidad, siempre bajo la amenaza del reloj de arena, el tiempo que se agota, el miedo a morir sin perdón. Como ya nos advirtió el autor en los créditos de la obra, Don Juan Tenorio es no solo un drama fantástico, también lo es religioso como acabamos y terminaremos de ver y comprobar. Si el capitán Centellas mató a don Juan en la calle, ¿a qué viene su aparición aún vivo en el acto final? Y qué decir del trasiego de cadáveres, espectros y sombras, planteando un conflicto de dimensiones teológicas sobre el verdadero momento de la separación del alma y del cuerpo. Doctores tiene la santa madre iglesia que lo sabrán responder. 

Don Juan sale a escena con la lentitud de los muertos que no conocen la prisa. Acude a la cita con la estatua de don Gonzalo. Siguen en el panteón de los Tenorio, las estatuas de don Gonzalo y doña Inés han bajado al suelo. Don Juan reflexiona en voz alta, se quita la culpa, él no es responsable de las muertes que se le imputan, fueron ellos los que tenían marcado el destino. Ellos fueron los que le salieron al camino conscientes de su destreza y ventura. Ahora siente el eco de las sombras: 
¡Oh! Arrebatado el corazón me siento 
por vértigo infernal…, mi alma perdida 
va cruzando el desierto de la vida 
cual hoja seca que arrebata el viento. 



"Fantasmas desvaneceos"

Siempre pensó que el alma moría al mismo tiempo que la vida, pero hoy siente los pasos de piedra de don Gonzalo tras los suyos. Duda de su esencia. Si todo es sueño, nadie le va a aterrar con engaños. Si es realidad, buena gana de intentar aplacar el enojo del cielo. En modo alguno se achica, da la cara para que se aclare si es realidad o sueño. El escenario se convierte en un aquelarre. Se abren los sepulcros. Los esqueletos envueltos en sudarios salen de las tumbas; las sombras, espectros y espíritus pueblan la escena. La mesa es un pandemónium, la capital del infierno: un plato de ceniza, una copa de fuego y un reloj de arena prestos encima de ella; rodeada de culebras, huesos y fuego. El valor y el sentido se van alejando de don Juan cuando la estatua de don Gonzalo le dice que su existencia se agota. Necio es quien no teme a la muerte. Ante el adiós definitivo el valor se trueca en pavor. Antes debe asistir al festín que la estatua le ha preparado. Fuego y ceniza, el futuro que le espera al salir de allí. Fuego en el que arderá eternamente, consecuencia de su mala vida, pago del desenfreno ciego. Sólo ahora que la sangre le hiela el corazón, comprende que hay otra vida más allá. Qué injusto es el cielo que no le deja ni tiempo para arrepentirse de sus treinta años de crímenes y delitos, se lamenta don Juan al ver que sólo unos granos de arena faltan por consumirse. Imposible que sólo un instante de contrición sirva para borrar tanta maldad acumulada. 

Don Juan asiste a su propio funeral, las campanas doblan por él. El sepulturero cava la fosa y los fieles cantan los responsos en honor a don Juan. El muerto está, el capitán Centellas lo mató a la puerta de su casa aunque él no quiera recordar. Ya solo pide: 
Dejarme morir en paz 
a solas con mi agonía 

La estatua ya no insiste más, le ofrece la mano de nieve, la negra mano huesuda para que le acompañe al infierno, pero don Juan reacciona en el último instante: 
¡Aparta, piedra fingida! 
Suelta, suéltame esa mano 
que aún queda el último grano 
en el reloj de mi vida. 


"Mi mano asegura esta mano que a la altura tendió tu contrito afán"


Justo cuando don Juan se dirige a Dios: “¡Señor,  ten piedad de mí!”, todas las sombras, esqueletos y seres del más allá se abalanzan sobre él y se abre la tumba de doña Inés que toma la mano libre de don Juan. Viene en nombre del cielo a perdonarle. Dios le otorga la salvación gracias a su intersección. Misterio cuya comprensión está solo al alcance de los justos. Cesan los responsos, para la música fúnebre, callan las campanas, las sombras regresan a las urnas, vuelven los esqueletos a sus tumbas y las estatuas se encaraman a los pedestales. Comienzan para don Juan las celestes venturas al tiempo que la estancia se ilumina con luz de la aurora por primera vez en la obra. 

Parece que el alma de don Juan va al purgatorio porque muere con perdón, es el Dios del perdón el Dios de don Juan Tenorio. El telón no cae hasta que los espectadores ven a don Juan morir a los pies de doña Inés. Mueren en el mismo acorde, los dos a la vez. Las almas vuelan en forma de llamaradas de sus cuerpos sin vida.


Yo el trovador cascado 
Tu la gran prima donna 
Tu reina sin corona 
Yo fuera de la ley 
 La canción que te escribo 
No es más que una postdata 
Si la bailas con otro 
No te acuerdes de mí
Joaquín Sabina



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


lunes, 4 de diciembre de 2017

Don Juan Tenorio (5) José Zorrilla. El tiempo tiene un ritmo.



     
"Los hierros más gruesos y los muros más espesos se abren a mi paso"

Don Juan Tenorio (5)
José Zorrilla

SEGUNDA PARTE (Cinco años más tarde)

ACTO PRIMERO

Ha muerto también doña Inés. Un escultor trabaja entre mármoles, da los últimos retoques al panteón de don Diego en cumplimiento de sus últimas voluntades. Qué difícil es no pegar un martillazo cuando la vida te ha puesto un martillo en la mano. En este cementerio se trabaja hasta de noche, a la luz tenue de las estrellas y de la luna clara. Ya descansan en estatua los personajes principales del drama. El escultor se despide de las esculturas recién estrenadas. Generaciones presentes y futuras de sevillanos las admirarán. Una vez terminado el trabajo, se alejará de la ciudad al alborear la jornada. Ruega a su obra que vele por la gloria del artista pues vivirá más que él. El afán de permanecer entre los vivos todo lo que se pueda. 

Don Juan regresa a su casa embozado y se encuentra conque ya no existe, en su lugar han alzado un cementerio que parece un museo de escultura. Se encuentra con el escultor del panteón por casualidad, hace un mes que ya lo dio por terminado. Lo pilla allí porque ha hecho de centinela, ha esperado a ver puesto el enrejado  todo alrededor para evitar que el vulgo salte a profanarlo. Le informa que la obra se ha podido hacer gracias a don Diego Tenorio que dejó toda su hacienda para construirla,  a condición de que en el panteón tuvieran sepultura los muertos por la mano de su hijo. Peor para el sol. “En su valor no ha echado el miedo su semilla” y no odia a nadie de los vencidos. Don Juan no comprende por qué el cielo le ha negado la penitencia cuando de rodillas, arrepentido, pidió clemencia.

A la luz de la luna clara resalta el mármol de Carrara. Lucen las estatuas de don Luis y del Comendador. A todos saluda: “Ya estoy aquí, amigos míos” (Tarradellas proclamando desde el balcón). Se detiene ante la estatua de doña Inés, muerta de sentimiento al volver al convento, según le comenta el escultor. La obra es extremada. Le da una bolsa con dinero para que esculpa su propia estatua cuando muera y para que le deje la llave para velar a los suyos.





"¡Mas si éstas que sombras creo/espíritus reales son,/que por celestial empleo/llaman a mi corazón!"

Reconoce que su padre actuó con corrección al emplear la herencia en levantar panteones, de otra manera nada hubiera existido, pues lo habría apostado a la carta más alta. Le pide a la estatua de doña Inés que le permita llorar a sus pies como cuando estaba viva. Pasa a hablar en tercera persona como si don Juan fuera ya el pasado. No pensó más en volver y al verla muerta le ruega que le prepare un trozo en la misma sepultura y que le mire llorando de hinojos. La rara blandura del hereje relapso que huele la chamusquina de las orillas.

Queda el pedestal desnudo. La estatua de doña Inés se envuelve de un vapor y desaparece entre la niebla espesa, al tiempo que su sombra recrecida aparece entre resplandores de oscuridad que ciega. Jinetes a caballo cabalgando sobre llamaradas de claridad.

Como el soliloquio con estatuas mudas no da para más y puede ser aburrido para el espectador escuchar tanto yoísmo, el autor inventa un interlocutor para pasar al diálogo (Como Orfeo y don Augusto Pérez). Aparece pues la sombra de doña Inés que lo oyó desde el más allá. Le cuenta que al morir ofreció su alma a Dios para reparar los daños causados por el alma impura de don Juan. Dios acepta la apuesta. O todo o nada. O se salvan los dos o  se condenan los dos. Ella sale del purgatorio para salvarse o condenarse juntos. La pelota está ahora en el tejado de don Juan. Si obra el bien, juntos estarán. Se juegan la eternidad. Desaparece la sombra entre la enramada espesa dejando a don Juan con cara de pez frío, estupefacto, otra vez solo en el camposanto. El Rey de los sepulcros exclama:
“¡Hasta los muertos así
 dejan sus sombras por mí”

Intenta convencerse de que todo es fruto de su imaginación alterada, pero algo hay porque ha desaparecido la estatua. Él mismo entregó una bolsa al escultor para esculpir la suya propia a imagen de la de doña Inés. Se revela contra las estatuas y las reta. Si su valor no vaciló contra los vivos, menos menguará contra los muertos:
¡Pasad vanos devaneos
de un amor muerto al nacer;
no me volváis a traer
entre vuestro torbellino
ese fantasma divino
que recuerda una mujer!

A la luz de las estrellas llegan Avellaneda y el capitán Centellas. Han reconocido a don Juan y se paran a hablar con él. Don Juan, la faz descolorida, vuelve en sí a hablar con gente, no sombras. Los invita a cenar a su casa para contarles su historia de los últimos tiempos. Invita también a la estatua de don Gonzalo para reafirmarse; él no teme a los muertos. No necesita porcelana para comer, es capaz de usar de plato a sus calaveras.

ACTO SEGUNDO

Han cenado, el misterio de la noche los guarda de las miradas. A la sobremesa don Juan cuenta la parte desconocida de su historia a Centellas y Avellaneda, cómo el mismo emperador le da permiso para volver a España cuando quiera. El heroísmo y valor desmesurado a su servicio han lavado la culpa. Regenerado y libre, la hacienda invertida en belleza de panteón, compra una casa a la misma justicia que había embargado a un desahuciado. Como paga al contado, favorece que la justicia se burle de la usura de los acreedores, ávidos de cobrar lo que se les debe. Hasta establecerse en Sevilla de la noche a la mañana, todo es posible en el mundo maravilloso del teatro.

Unos aldabonazos nerviosos y repetidos, cada vez más cercanos, interrumpen el brindis por el ausente propuesto por los invitados a pesar de que a don Juan no le convence brindar por la gloria de alguien que está en el más allá. El sólo cree en el éxito y la gloria de los mortales, no de los ya muertos. Como los golpes son cada vez más perentorios y cercanos, canda puertas y ventanas de la habitación: 
Ahora el coco, para entrar,
tendrá que echarlas al suelo,
y en el punto que lo intente,
que con los muertos se cuente,
y apele después al cielo.





"Mas ya me irrita por Dios,/el verme siempre burlado,/ corriendo desatentado/siempre de sombras en pos" 

La estatua de don Gonzalo traspasa la puerta sin abrirla llenando de miedo a los presentes. La jindama los paraliza primero y luego los desfallece. No volverán del estado de abandono hasta que la estatua desaparezca. Dios en persona le ha dado permiso para acudir al sacrílego convite y explicar la verdad. En el más allá hay una eternidad. Los humanos tenemos los días contados y don Juan ya puede dar por perdido el combate, cumple al día siguiente. Para que vea que el creador y dador de la vida y la muerte es clemente, le permite poner la conciencia en orden antes de que la boca se le llene de la tierra madre. Hasta para morir hay que tener tiempo. (Desaparece LA ESTATUA sumiéndose por la pared) después de quedar con Don Juan para una entrevista.

Magistral el intento de enseñar en romance lo que es imposible de explicar con palabras:
¡Cielos! ¡Su esencia se trueca,
el muro hasta penetrar,
cual mancha de agua que seca
el ardor canicular!

Lo achaca a que el antiguo amo de la casa y la bodega echó algo venenoso a las cubas del vino para provocar el ensueño milagroso de la sustanciación a través de las paredes. Duda de que el Dios infalible apruebe justicia tan desigual: cómo va a querer que en solamente un día salde la deuda con él contraída durante tantos años de maldad. Siguen los fenómenos paranormales. Ahora es la sombra de doña Inés la que aparece en la pared como un holograma plano (el president absent) para animarle a que tenga el valor de acudir a la cita con su padre el Comendador. Don Juan le pide que espere, que le ayude a distinguir la realidad de la quimera, las voces de los ecos, que le mande una señal de que aquello no es una locura para bajar tranquilo a la sepultura. Ojalá sólo sea un engaño preparado por Avellaneda y Centellas que han fingido el desmayo. Los despierta. Se muestran sorprendidos, como saliendo de un sueño profundo. Don Juan les pide los motivos de que las piedras se hayan animado para acotarle la vida. Ellos alegan que no tienen nada que ver. Como la mejor defensa es un buen ataque, le acusan de que fue él mismo quien les dio el bebedizo para perder el sentido y así poder decir que una estatua acudió a su exótico convite. La disputa por las estatuas vivientes y sintientes se encona y se retan a duelo, uno a uno o los dos contra uno. Salen a la calle a luchar a la vez que cae el telón.

El pescado está vendido, queda solo el remate final, como al escultor, pero hay que leer las obras hasta el the end porque a menudo las sombras se recrecen y éstas guardan la sorpresa final.

God's like a river, keeps on wantin' to flow 
Peeks on events and waits to will them you know 
Time has a rhythm when the love is the law 
Love is forever, baby, down in your soul
Van Morrison



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 30 de noviembre de 2017

Don Juan Tenorio (4) José Zorrilla. Vuelo de cometa.





"El diablo a las puertas del cielo"

Don Juan Tenorio (4) 
José Zorrilla 

ACTO CUARTO 

Se alza el telón del cuarto acto, no el más extenso, pero sí el primero en cuanto a cantidad de acción y desarrollo de la obra. Ciutti lleva a Brígida y a Inés desmayada a un cortijo distante una legua de Sevilla, con vistas al Guadalquivir. Don Juan llegará más tarde porque tiene asuntos que arreglar en la ciudad. Brígida llega emocionada por lance tan extremado. Molida por la cabalgada al no estar acostumbrada a montar. Ciutti le enseña un bergantín calabrés listo para zarpar en cuando reciba la orden de don Juan de escapar a Italia. Quiere hacerse el héroe, pero en modo alguno apencar con las consecuencias que seguramente conlleve encontrar morada en los infiernos. 

Doña Inés vuelve en sí del desmayo, desorientada. Brígida le recuerda que estaba leyendo la carta de don Juan cuando perdió el sentido, ambas se habían olvidado de las vidas, una leyendo y otra escuchando:  
Cuando don Juan, que os adora, 
y que rondaba el convento, 
al ver crecer con el viento 
la llama devastadora, 
con inaudito valor, 
viendo que ibais a abrasaros, 
se metió para salvaros, 
por donde pudo mejor. 

En sus brazos la saca del convento y en la quinta están salvadas del incendio, pero envenenado el corazón de algún encanto maldito. No acierta a saber si es amor lo que siente: 
Si esto es amor, sí, le amo, 
pero yo sé que me infamo 
con esta pasión también. 





"Estabais en el convento/leyendo con mucho afán"

Le propone a Brígida escapar antes de que aparezca porque no está segura de sus fuerzas cuando esté a su lado. Pero ya es tarde porque ya se oyen los remos y a don Juan en el suelo. Don Juan le dice que no se preocupe por el padre, ya sabe que está segura con él, libre de la cárcel sombría y respirando libertad. Le pide que lo escuche un momento. El ámbito se electrifica de la palabra envolvente. El aire de respirar se erotiza, se convierte en semilla de fuego que germina en el interior de la novicia al ver a don Juan rendido, postrado a sus pies: 
Mira aquí a tus plantas, pues, 
todo el altivo rigor 
de este corazón traidor 
que rendirse no creía, 
adorando vida mía, 
la esclavitud de tu amor. 

Doña Inés enloquecida le ruega que calle, le explota el cerebro y le arde el corazón. Ha bebido algún filtro infernal que rinde la virtud: 
Tal vez, poseéis, don Juan, 
un misterioso amuleto, 
que a vos me atrae en secreto 
como irresistible imán. 

En este momento ya ha entregado la cuchara del resistir es vencer. Una vez arriada la bandera del no pasarán, se ve arrastrada al despeñadero por la fuerza del huracán: 
Yo voy a ti como va 
sorbido al mar ese río. 

El amor que don Juan siente ya no es terrenal, se siente aún capaz de la virtud e irá a postrarse ante su padre, el Comendador, a pedirle la mano como manda la costumbre. Don Juan sufre una mutación trascendental. Es Dios quien hace de sanador, quien quiere ganarle para su causa a través de ella. El punto de inflexión, clímax  de la obra: pasa don Juan de burlador libertino a enamorado vencido por la fuerza del amor puro e inocente de doña Inés. Por algo corresponde con los versos que todo el mundo sabe de tantas veces repetidos: 
¡Ah! ¿No es cierto ángel de amor 
que en esta apartada orilla 
más pura la luna brilla 
y se respira mejor? 

El ruido de unos remeros al atracar interrumpe la melosa conversación. Don Juan abandona la estancia, debe atenderlos, no sin antes prometer una entrevista con el padre de Inés con las primeras claritas del día. Recibe a don Luis embozado hasta los ojos, con pinturas de guerra en el rostro, con la intención de lavar la fea mancha que ha dejado a doña Ana un imposible para los dos. O don Luis o don Juan, los dos no caben ya en la Tierra entera. ¡Cómo para caber en una ciudad! El duelo a muerte está servido. (!Guerra, guerra, guerra si esto no se arregla¡ como corean los taxistas enardecidos por las calles de Madrid) Será una guerra con bajas en la que no se admiten desmayos. Cuando ya las espadas amenazadoras están en alto y la barquilla lista para embarcar al vencedor, entra Ciutti en el aposento y les advierte que llega el Comendador con gente armada. Apremia a don Luis a que se esconda y le deje solucionar el asunto de doña Inés con su padre antes de batirse a muerte con él. 

Recibe de rodillas al indignado Comendador, inclinada la cerviz por primera vez en su vida. Don Gonzalo, enfermo de intransigencia fósil, no cree en el arrepentimiento ni en el repentino pavor a su justicia, algo insólito en un noble con espada al cinto. Exige un escarmiento por mancillar su honor en la cándida sencillez de su hija. De nada le sirve a don Juan humillarse, decirle que idolatra a su hija, que será su esclavo, que gracias a ella enderezará los pasos por la vereda de atrás. Lo que no consiguieron sermones de obispos, lo consigue su candidez. Incluso se muestra dispuesto a un periodo de penitencia. A una temporada de prueba como la que los gitanos le imponen a Andrés si quiere catar a Preciosa en la Gitanilla de Cervantes. Pero ni un resquicio de blandura en el tío de la vara. Don Gonzalo incide en su villanía, considera que todo es disimulo para sacar beneficio. Su decisión está tomada: antes matarla que entregarla. 




"Yo seré esclavo de tu hija/ en tu casa viviré"

Entra en escena don Luis que viene a buscar la muerte. Le echa en cara a don Juan que su delito no aminora por hacerse la víctima después de herir por detrás. Es más ladrón que el que huye después de robar. Que quede claro quién es la víctima y quién el victimario es. La prueba la tiene en que ha conseguido juntar dos iras, dos ansias de venganza, dos indignaciones ciegas: el padre de doña Inés y el vengador de doña Ana de Pantoja. Además que cuente una tercera; la justicia que espera fuera. 

Don Juan se siente acorralado, por primera vez en su vida abrumado. En vista de que todos sus sacrificios, la hacienda, que a su honor no se le da ningún valor, que todo se considera miedo, que ya nada sirve para quitar la deuda y que a su alma vuelven a hundir en el vicio, mata. Quita la vida de un tiro a don Gonzalo y a don Luis manda al infierno de una estocada certera. Desesperado, clama a Dios, le echa la culpa a los cielos de su huida hacia adelante: 
Llamé al cielo y no me oyó, 
y pues sus puertas me cierra, 
de mis pasos en la tierra 
responda el cielo, y no yo. 

 Se lanza al río, huye de la justicia en el bergantín calabrés. Cae el telón con doña Inés en escena, de rodillas ante el cadáver de su padre, lamenta que don Juan la haya abandonado. La escena se llena de voces que piden justicia en voz alta, pero doña Inés no quiere que sea contra su amado, don Juan.

She packed my bags last night pre-flight 
Zero hour nine AM 
And I'm gonna be high as a kite by then 
I miss the earth so much I miss my wife 
It's lonely out in space 
On such a timeless flight
Elton John




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Don Juan Tenorio (3) José Zorrilla. Maldita pared.





"Ya estoy frente de la casa de doña Ana"

Don Juan Tenorio (3) 
José Zorrilla 

ACTO SEGUNDO 

Ni don Luis ni don Juan están hechos para los barrotes que privan de libertad. El territorio ignoto les quema los pies, salen de él nada más entrar. Gracias a un alcalde prudente lo hace don Juan; la bolsa acaudalada de un pariente tesorero, no republicano sino real,  que paga la fianza de don Luis,  le permite estar ya delante de la reja de doña Ana de Pantoja para defender con destreza y valor a su prometida, la vida y el honor. Recaba la ayuda interesada de Pascual, fiero espadón, aragonés de pro, también fanfarrón y fiel servidor de doña Ana desde que ésta nació. Pero ni por esas las tiene todas consigo después de la primera derrota con un ser tan dañino como don Juan, hombre infernal, sin duda  ayudado por algún diablo familiar. Confiesa a Ana, al otro lado de la pared, los temores que le provoca un don Juan audaz como un león que actúa taimado como una serpiente sigilosa. Ella le disipa los temores “porque tengo cifrada en ti la gloria de mi existencia.” Concierta con ella que a las diez en punto lo deje entrar para velarla toda la noche, hasta la hora de la boda. Pasar la noche anterior velando a la novia. Vaya duelo, noche de peso (y contrapeso) para una rara despedida de soltero. 

Don Juan y los suyos se emboscan y detienen a don Luis en la calle antes de que entre en la casa para defenderla. La jugada es maestra pues esa noche don Juan ejerce de don Juan, ha de jugar a dos bandas y muestra su plena satisfacción por el lance que le deja uno de los  caminos expedito. 

Ciutti ha cumplido la misión encomendada. Brígida ha dado a Inés la carta de don Juan a cambio de su peso en oro y asegura que doña Inés lo seguirá como una cordera. La pobre garza de diecisiete abriles, hermosa como un ángel, siempre en el convento enjaulada no ha conocido más dicha que el claustro, el coro y Dios. Le ha hablado de la corte, del mundo, del amor y le ha dicho que don Juan es la pareja elegida por el padre, además de que se muere de amor por ella. A su corazón inflamado de deseo le faltan horas para pensar más en don Juan. 





"Sois joven, cándida y buena"



El relato de Brígida contiene tanta emoción que lo que empezó con una apuesta, un devaneo, ha encendido una llama que le quema el corazón. 

Al mismo infierno bajara 
y a estocadas la arrancara 
de los brazos de Satán 

Don Juan Tenorio sabe y quiere querer para extrañeza de Brígida que lo creía un libertino sin alma ni razón. 

De nuevo el oro de don Juan abre puertas, ahora las puertas de la casa de doña Ana. Lucía las abrirá a las diez. Todo ajustado al segundo, cronometrada la arena del reloj. A las nueve será el asalto al convento y a las diez en casa de Ana de Pantoja, la novia de don Luis. Todo listo para el jaque mate definitivo, sin margen de error posible porque unas chinas en los zapatos provocarían el derrumbe del entramado teatral. 

 ACTO TERCERO 

La abadesa considera a doña Inés una novicia aventajada. La abadesa envidia a doña Inés porque juega con ventaja al vivir ignorante de lo que hay más allá del recinto sagrado. La blanca paloma, el lirio gentil, siempre en mayo florido,  jamás apetecerá las tentaciones del mundo exterior gracias a la virtud de no saber. Pero algo ha pasado en el intelecto de doña Inés porque en lugar de que sus pláticas provoquen placidez y deseos de buscar la soledad de los claustros, le dan temblores en el alma, palidez amarilla y arreones cardiacos incontrolados al corazón. 

Brígida entra en la celda y cierra la puerta para hablar sin estorbos. Le pide a Inés que abra el libro de horas, un bello objeto personalizado cerrado con manecillas de oro. Se cae la carta de don Juan al manipularlo y ella se queda como inmutada, trémula, por su mente cruzan perdidos mil aleteos de sombras desconocidas. Desde que le descubrió el nombre del amante, el nombre  ejerce una fascinación que le nubla la razón y la imagen de Tenorio ocupa su pensamiento allí y en el oratorio. 




"Yo las ataré corto para que no vuelvan a enredar , y me revuelvan a las novicias"

Inés lee la carta a instancias de Brígida que le hace de agradadora, siempre interesada porque tiene prometido su peso en oro. Don Juan le informa de que los padres ya tienen la boda ajustada. Su amor por ella, que empezó por un chispazo ligero ya es hoguera voraz. Un amor que si no es correspondido, ya pueden tener listo el sudario mortal. Alma de mi alma, imán perpetuo de mi vida, perla escondida: la sucesión de halagos mimosos hacen mella en la novicia. Don Juan suplica en el escrito que si alguna vez mira al mundo suspirando libertad, allí estarán sus brazos para salvarla de la opresión. El esperará a la puerta lloriqueando de noche y de día. Tanta falsa sumisión hace las veces de filtro envenenado que daña el entendimiento de doña Inés. 

A las nueve en punto entra don Juan en la celda de doña Inés, la coge en brazos y vuelve a salir por donde entró. 

Inmediatamente después se presenta don Gonzalo en el convento,  con fuero para entrar en la clausura sin romperla y sin esperar por ser caballero de la orden de Calatrava. Quiere que la abadesa acelere la profesión de doña Inés, pues teme que don Juan manche su honor. Monta en cólera con el convento y todo lo que hay dentro cuando descubre la carta de don Juan en el suelo y la madre tornera informa de que ha visto cómo un hombre saltaba la tapia de la huerta para escapar.

Ahí está la pared 
 Que separa tu vida y la mía 
 Esa maldita pared 
 Que no deja que nos acerquemos 
 Esa maldita pared 
 Yo la voy a romper cualquier día 
Ya lo verás mi querer 
 Tú volverás ese día
Bambino




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.